Cumplamos el rito porque es lo que hay que hacer. Ya se sabe que éstos están para ello y que en realidad no valen para nada ni tienen otra finalidad que ellos mismos, su cumplimiento punto por punto y letra por letra. El beneficio mayor que son capaces de producir los rituales (a menos que lleven en su propio ejercicio algún tipo de placer añadido) es la tranquilidad de haberles sido fieles, con lo que evitan la mala conciencia y la culpabilidad, y adquieren un cierto aire de superstición. Pero más allá de eso no hay muchos más elementos en su entorno. Sin embargo, a pesar de esa fragilidad, tienen tal ascendiente y prestigio que, salvo que ocurra alguna circunstancia extraordinaria ya prevista en el propio ritual, no podemos evitarlos de ninguna manera.

Cumplamos, pues, el rito y solicitemos de los poderes públicos que dediquen algún minuto de su trabajo y de sus muchas preocupaciones en ocuparse del buen lenguaje, de que se respete el idioma. No de que traten de evitar su evolución o su transformación, lo que no tendría sentido y ni siquiera sería posible: los idiomas son seres vivos que llevan en su seno la vida y la muerte, el nacimiento y el final de palabras, términos, expresiones y usos. No, es algo más sencillo: simplemente que lo que se dice hoy y se escribe hoy, se diga y se escriba bien, o, por lo menos, mejor. Y puesto que ya han propuesto la creación de diversas estructuras (observatorios, plataformas o institutos) para defender valores de singular importancia, que adopten una sugerencia similar para la defensa del idioma. Podría concretarse, por ejemplo, en un observatorio que controlara los textos que producen y publican las administraciones públicas, lo que ya sería una acción extraordinaria.

Pero, dicho esto, ya no hay más que añadir. ¿Para qué? De todas formas es que a los que dedicamos ratos de ocio a escribir en los periódicos también nos presionan los ritos y nos resulta difícil dejar de lado la costumbre de pedir, alguna que otra vez cuando hay circunstancias sociales que parecen más favorables, esta atención a la lengua en que nos entendemos y que es un tesoro cultural, por más que esta expresión resulte un tópico. Pero somos conscientes de que nuestras propuestas y protestas no van a tener ningún éxito. Bueno estaría el mundo si hicieran caso de alguna de las muchas perogrulladas que decimos los que escribimos en los medios de comunicación. Además los líderes no leen los periódicos: únicamente repasan los que se llaman dossieres de prensa que les preparan sus colaboradores y éstos sólo se fijan en los asuntos de verdadero interés general y no en las minucias de una palabra mejor o peor escrita. Y en definitiva ¿a quién interesa que se escriba bien? Mientras nos apañemos y apenas haya alguna que otra discusión por haber entendido mal algunas palabras, ¿qué necesidad hay de complicar las cosas? Y por el otro lado, como se sabe, cuanto peor maneje el idioma la gente, más fácil es tenerlos controlados.

A lo mejor hay por ahí algún ingenuo que pueda pensar que, aprovechando que estamos a primero de año, por aquello de los buenos propósitos, y que se avecinan algunas convocatorias electorales, se le podría ocurrir a alguna formación política incluir en su programa una iniciativa de este tipo. Pero es que esto no da votos ¿o se puede pensar que sí? Lo más probable es que los reste o los quite. ¡Lo que nos faltaba, diría más de uno: pues no tenemos bastante con tener que estar pendientes del IRPF, el IVA, la contribución, los tiques de los guardacoches, legales y clandestinos,... y ahora vienen estos pesados del idioma a que pongamos los acentos.

Pero no se trata de ir dando la lata a la gente. Vamos, que algunos nos daríamos con un canto en los dientes si simplemente la literatura oficial, la que aparece en los boletines oficiales, viniera bien escrita. Sería casi el cielo si en espectáculos tan masivos, como puede ser el fútbol, los carteles o los nombres de los jugadores se escribieran correctamente: simplemente se les pusiera el acento a los de la selección nacional que es vista por cientos de millones de espectadores. Y viviríamos en Utopía si alguien se preocupara de convencer a algunos locutores de que, por lo menos, trataran de hablar algo mejor, aunque se equivoquen como nos ocurre a todos.

Y ya está cumplido el rito. Hasta la próxima vez, con nuevos argumentos como la creación de puestos de trabajo.