"Faltar pudo la Patria al grande Osuna --pero no a la memoria sus hazañas..." Desdichadamente, los versos quevedianos han tenido una vigencia universal y permanente en el solar ibérico. La memoria y el agradecimiento son en él de manera casi indeficiente de naturaleza póstuma. La envidia y la falta de sensibilidad del hispano para el reconocimiento de la superioridad ajena se sitúan en el origen de dicha invidencia, que tantos males acarreó y acarrea para una convivencia estimulante.

Tras muchos y largos años de acortar diariamente el dominio del dolor y la enfermedad en la Córdoba de la segunda mitad del siglo XX, acaba de jubilarse de su ministerio hipocrático el descollante traumatólogo Manuel Gala Velasco. Diversas instituciones e incontables pacientes lo han tenido como pieza fundamental de su existencia, proyectada igualmente de manera decisiva sobre la de no pocos discípulos y colaboradores. Grande ha sido, pues, la cosecha de bienes y servicios producida por el destacado médico en una vida polarizada enteramente por los deberes de una profesión suscitadora más que otras de la gratitud, para la que --reconozcámoslo-- no corren por causas muy numerosas vientos muy favorables en los tiempos actuales.

Por fortuna, no han sido escasas las muestras de agradecimiento que, a nivel colectivo e individual, se profesaron en las últimas semanas a uno de los traumatólogos andaluces de más amplia estela en las décadas finiseculares del novecientos. Pero --y acaso sea tan sólo una falsa apreciación del articulista-- tal vez no en la medida que en ambos planos fuese acreedor. El talante sobrio y recatado que, en contraposición a otras gentes del Mediodía español, caracteriza a los cordobeses quizá también la propia naturaleza del doctor Gala, un mucho grave y algo hermética, contribuyeran a este déficit de reconocimiento público que, en la ahora de su retiro oficial, el cronista cree ver en la actitud de sus coterráneos.

En todo caso, se decía más arriba, la onda de la ingratitud y el olvido es en las sociedades postmodernas muy ancha y avasalladora. El presente más impúdico y agresivo lo llena todo y se adueña de los reflejos y resortes de personas y organismos en su comportamiento moral. En estos días llegó a su término en nuestra tierra andaluza --aparencial y gestualmente muy exuberante, íntima y verdaderamente, muy enteca-- la hoja de ruta burocrática de eminentes galenos, en medio de un ominoso silencio oficial y mediático; signo en verdad preocupante y en el que debieran reparar la legión de analistas que, Despeñaperros adentro, consagran su conformista pluma a ponderar narcisistamente los atributos del linaje andaluz. La elegancia física y, sobre todo, espiritual del doctor don Manuel Gala --auténticos signos distintitvos de su rica personalidad-- indultará cualquier pecado de ingratitud y --de existir-- todo agravio a su desbordada entrega al noble oficio de la Medicina. Lector de los clásicos, conocedor de la defraudadora al mismo tiempo que enaltecedora condición humana, la escala de la felicidad personal no la medirá por el "pulsómetro" u otros engañosos índices "de impacto", en la proliferante jerga periodística de hodierno. Otros serán sus valores y sus metas, de los que, llegado el momento, en su dimensión social y política, ofreció un testimonio tan claro como honesto.

Como en los versos del irrepetible y grandioso don Francisco de Quevedo y Villegas, el pesar lo provoca la comunidad, no el individuo sufriente y agraviado. Que la colectividad andaluza descubra flancos crecientemente anchos a la hora de otorgar su tributo y aplauso a los mejores de sus integrantes, es la reflexión más melancólica brotada del registro de los olvidos, desmemorias y oprobiosos marginamientos de una sociedad para la que el pasado, incluso el más fecundo, es una parcela yerma.