Es fama que en la ciudad de Teruel, allá por el siglo XIII, había dos jóvenes que se amaban (cuenta la historia el escritor romántico español Eugenio Hartzenbusch): "Desde los años más tiernos /fuimos ya finos amantes, /desde que nos vimos, antes /nos amábamos de vernos". Juan Diego Martínez Garcés de Marcilla, que a pesar de su apellido era pobre o de ascendencia venida a menos como suele decirse, e Isabel de Segura, rica y, se supone, bella. El caso es que al padre no le hubiera molestado demasiado que los jóvenes cumplieran su amor porque el chico era de buena familia, cristianos viejos de entonces. Pero por carecer de dote y alguna otra cosa piensa en entregar a su hija a un amigo suyo ya en edad de madurez ("Prendarse de quien le cuadre /no es lícito a una doncella, /ni hay más voluntad en ella /que la que tenga su padre", apostilla la madre). Mas como la conciencia siempre tiene un rincón en asunto de amores, decide concederle a Diego "un plazo se me otorgó, /para que mi esfuerzo activo /juntara un caudal honrado". Seis años y una semana le dan al amante para que haga fortuna y consiga gloria y provecho en un momento en que la cristiandad andaba luchando contra los moros. Plazo razonable pensando cómo estaban las cosas y que bastó a Diego para conseguir su propósito incluso con tranquilidad. Porque a diferencia de otros amores famosos, aquí no hay más razón que la propia conveniencia económica y no median intereses de clase, de religión o de ideología política, que lo hubieran hecho más melodramático o más prosopopéyico, según se mire. No hay conflictos de conversos como entre Calixto y Melibea ni se enfrentan dos familias con odios eternos como en Romeo y Julieta . Ni siquiera intervienen los dioses, como en la verdadera tragedia clásica. Aquí hay simplemente un padre que desea que su hija tenga un marido que le asegure el futuro, que entonces no se resolvía mediante oposiciones sino luchando con los moros, que era la mejor forma de hacer fortuna. Y es el caso que cuando el bueno de Diego está a punto de cumplir su propósito, entre un pirata y una princesa mora que se enamora de él van tejiendo una tela de araña que acaba con sus buenas intenciones y, cuando llega a Teruel, se ha cubierto el plazo por minutos y la boda no deseada ha tenido lugar. Diego le pide un beso de amor que ella le niega por estar ya casada y él muere del disgusto. Isabel, cuando arrepentida le da el beso sobre su féretro, también muere de pesar. Un destino sin duda lamentable que fastidió lo que hoy sería un matrimonio más. Y luego la desgracia de que todo se vaya al traste cuando tiene resuelto el asunto, que tampoco era tan difícil. Aquí no hay sublimidad sino tragedia. Simplemente la epopeya de lo vulgar, de lo cotidiano, esa es su grandeza. Sin embargo, detrás de la tramoya, lo que marca lo absurdo de la victoria o de la derrota es el desconocimiento de lo que pasa, no estar enterado de las cosas para no verse sometido. Edipo obedece al destino sin saberlo y matará a su padre y se casará con su madre desconociendo que hace algo desajustado. Ni Isabel sabe las circunstancias de Diego ni éste los detalles que fuerzan a la boda en el límite de tiempo y lo que es un negocio normal acaba en un enterramiento de mármol. Es a partir del momento en el que Edipo conoce la verdadera realidad cuando la epopeya se transforma en pura tensión personal y humana.

Por eso aquí, como en tantas otras cosas de la vida, no vale lo del destino dicho tan ricamente. Hay aconteceres que sobrevienen porque las llamadas fuerzas de la naturaleza, que escapan al control del ser humano, se agitan o se paralizan y con ello ocasionan algún perjuicio al hombre. Pero algo muy distinto es cuando la suma de decisiones humanas acaban forjando el futuro de cada uno. Con más frecuencia quizá de lo que creemos, el marco de nuestra vida viene formado no tanto por lo que la naturaleza resuelve sobre nosotros sino por lo que el propio ser humano decide sobre nosotros. Y así nos convertimos en agentes de comedia o de tragedia, de lo vulgar o lo dramático.

Para nosotros, los espectadores, todo se hace más creíble por más cercano, más cargado de sentido común. La dote de la niña y el porvenir del niño. Todo como consecuencia de lo de cada día, sin necesidad de idealizar más de lo necesario. Otra cosa es el mundo de los actores que acaban empujados, sin saberlo, por el conjunto de las decisiones de los demás. "¡Qué! ¿Lloráis?" dice la madre a Isabel cuando le argumenta que su voluntad ha de ser la de su padre. "Aún no me fue /vedado este desahogo". Lógicamente.