En 1793 el aguilareño Antonio de Soto abandonó su pequeña villa natal con el afán de ver mundo. Armado de un espíritu aventurero arrollador recorrió las veredas que cruzaban el sur peninsular hasta alcanzar las costas de Cádiz, donde el 26 de junio ingresó en la Infantería de Marina. Para hacernos una idea del arrojo y la tremenda voluntad de este joven, cabe señalar que completó el trayecto a pie, pese a la gran cantidad de alimañas y asaltantes que acechaban los caminos en aquellos tiempos. También, que cuando lo hizo contaba con dieciocho años recién cumplidos. Ah, y una cosa más: en realidad no se llamaba Antonio, sino Ana María.

Haciéndose pasar por un hombre, nuestra protagonista recibió instrucción como soldado en la sexta compañía del undécimo batallón, y pasados unos meses embarcó en la fragata Mercedes para enfrentarse a un destino incierto. En aquellos años de decadencia de la monarquía española el número de naves de nuestro ejército no paraba de menguar, quedando reducido a una décima parte de lo que fue en años anteriores, y esto confería a nuestros marines una relevante probabilidad de perder la vida en alta mar. Pero nada de eso inquietó a Ana María cuando su buque fue enviado a principios de 1794, junto a otros veintiséis, a escoltar al navío más grande del momento, el Santísima Trinidad, en la defensa de Cádiz. Nuestra heroína recibió allí su primera dosis de realidad, pues los ciento treinta cañones de la joya de la escuadra española pronto quedaron inutilizados por el fuego enemigo, y los españoles tuvieron que retirarse ante la superioridad inglesa.

En junio de ese mismo año Soto tuvo la oportunidad de resarcirse en un nuevo combate. En esta ocasión, entre las filas enemigas se encontraba el famoso almirante Nelson -entonces recién ascendido a contralmirante-, que una década después dirigiría a la Marina Real británica en la batalla de Trafalgar. Durante semanas los ingleses estuvieron poniendo a prueba nuestro cerco defensivo en torno a la costa gaditana, hasta que en julio consiguieron perforarlo. Nelson y su escuadra tomaron entonces rumbo hacia la playa de La Caleta, y cuando se disponían a desembarcar, comenzaron a escuchar el estruendo de decenas de cañonazos sin tener clara su procedencia. Al asomarse comprobaron que estaban rodeados por más de un centenar de pequeñas embarcaciones artilladas con un sólo cañón, algo nunca antes visto. Ana María, probablemente a bordo de una de ellas, fue testigo de cómo el ingenio del pueblo español venció una vez más su falta de medios, inventando un tipo de lancha muy ligera, de gran movilidad, y tan efectiva que puso en fuga al mismísimo Nelson. Después de la gesta de las lanchas cañoneras la soldado aguilareña participó en varios combates más, como los ataques de Bañols o la defensa de Rosas.

Pero aquellos años, los últimos del siglo XVIII, no se caracterizaron únicamente por los desastres bélicos, también por las epidemias. Nuestra heroína, tras más de un lustro de servicio, contrajo unas altísimas fiebres que la obligaron a recibir la visita de un médico, y claro, durante el reconocimiento fue imposible disimular lo indisimulable. Entre un tremendo revuelo, esa misma tarde la desembarcaron en San Fernando por su condición de mujer, y avisaron a sus padres para que fueran a recogerla. Su comandante elevó el asunto al rey para que le impusiera una sanción ejemplar, pero Carlos IV, lejos de penalizarla, reconoció la heroicidad de esta mujer que se hizo pasar por varón para defender a su patria, concediéndole una pensión vitalicia y la licencia para regentar un estanco en Montilla. Allí murió en 1833 a la edad de cincuenta y ocho años, sin casarse ni haber tenido hijos, y siendo conocida por todos sus vecinos como la «soldado estanquera».

A la luz de su biografía resulta incuestionable que Ana María fue una mujer adelantada a su época. Estamos hablando de la primera infante de Marina de la historia de España y probablemente del mundo. Hace algunos años, la Subdelegación de Defensa en Córdoba instituyó el «premio Ana María de Soto» en recuerdo a su hazaña. En el Museo Naval de San Fernando posee un espacio propio, donde se puede contemplar su retrato con el uniforme blanquiazul y las bocamangas rojas, así como una urna con su partida de nacimiento y defunción. Y es que todo reconocimiento es poco para esta pionera cordobesa, valerosa precursora de aquellas mujeres que hoy visten orgullosas el uniforme de franjas y sardinetas.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net