Aquella tarde del 25 de mayo de 1915 no estaba Lagartijo (porque había muerto unos años antes) pero sí Guerrita (con sus 48 años bien llevados) y Machaquito (con sus 35 años ya retirado), acompañados de Rafael El Gallo, el hermanísimo… Eran los Califas todavía vivos (dos años después nacería Manolete, el más grande)… Y allí estaban también Don José Ortega y Gasset, que todavía sentía la morriña de su casa de la Avenida de Cervantes (que luego sería de Manolete). Chávez Nogales, que ya seguía a su amigo Juanito (Belmonte); Bergamín, el más «gallista» de todos... y Pérez de Ayala y Valle-Inclán, especialmente invitados por Julio Romero de Torres. Más la flor y nata de la crítica madrileña (ABC, El País, El Imparcial, La Nación, etcétera) y hasta el gran Mariano de Cavia, el «inventor» de los Califas... y los miles de aficionados que se habían tenido que quedar en la calle porque en la Plaza de Los Tejares ya no cabía ni una aguja.

¡Y pisando el albero, Joselito y Belmonte! ¡Los más grandes! ¡Los más discutidos!

Fue un «mano a mano» histórico (aunque no fuese el primero), porque los dos genios, aquella tarde, dieron de sí más incluso de lo que llevaban dentro. Quizás porque ellos bien sabían que estaban en Córdoba y que viéndolos y juzgándolos estaban sus maestros Guerrita y Machaquito. Según las crónicas publicadas en los días siguientes, Joselito, que vestía de oro y azul celeste, tuvo más suerte que Belmonte con los tres Murubes que le correspondieron. Al primero, de nombre Caprichoso, negro, zaíno, gordo, lo torea por verónicas y con banderillas y pone ya de pie a los gallistas y culmina con la muleta, con adornos que provocan vítores y aplausos. Pero es con el tercero, de nombre Fiador, negro, bragao, pequeño, tan pequeño que los graderíos protestan. Joselito lancea bien, aunque no logra acallar las protestas y en medio de una bronca atronadora, por el tamaño del cornúpeto. Momento que aprovecharon los belmontistas para hacer sonar los pitos antigallistas… ¡Y hasta la policía tuvo que intervenir para que no corriera la sangre de aquellos locos! Todo quedó en palmas y pañuelos blancos cuando cayó el quinto de la tarde, de nombre Finito, negro con manchas blancas, bragao y bravo, porque Joselito dio toda una lección, con el capote, las banderillas, la muleta y hasta con la espada (él que no mataba bien, a ese toro lo mató de una grandísima estocada). ¡Fue el delirio de los gallistas... y hasta de los maestros Guerrita y Machaquito!

Aquella misma noche el poeta, escritor y periodista José Bergamín mandaría una crónica con estas palabras:

«Impresionante corrida la que hemos visto esta tarde en la vieja plaza de Los Tejares de Córdoba. Está claro que la competencia entre Joselito y Belmonte está llegando a su punto más caliente... si hasta tuvo que intervenir la policía en el tercero para detener la masiva pelea, a palos y puñetazos, entre los seguidores de uno y el otro. Joselito estuvo genial y muy superior a Juan, aunque reconozco que ambos se complementan. Joselito es Mozart y Juan, Beethoven. Joselito es la ciencia, la sabiduría, la luz, el agua, el saber, la filosofía, el Arte supremo. Belmonte es la improvisación, la imaginación, la sorpresa, lo nunca visto, el día y la noche mezclados, el fuego, la pasión... Sí, no me extraña que Valle se haya vuelto loco con él, es de su propia cuerda. Locos geniales. Pero, mi locura es José, sin duda el más grande de todos, de los pasados, de los presentes y seguro que de los futuros. La Historia lo dirá».

Juan Belmonte

Pero, allí estaba también Juan Belmonte y tan extraordinario y tan valiente estuvo con sus tres toros que hasta Valle-Inclán se le rindió y esa misma noche les decía a sus contertulios Pérez de Ayala, Romero de Torres y Ortega. «A Juanito (refiriéndose a Belmonte) ya sólo le hace falta que le mate un toro en la plaza. Es increíble lo que este hombre es capaz de hacer delante de un toro. Sí, Joselito es un grandísimo artista, pero Juanito es la locura, la pasión, el esperpento».

Por su parte el crítico Corrochano diría: «Está claro que Belmonte no necesita «su» toro para demostrar lo que lleva dentro. Belmonte está demostrando que se puede torear bien a todos los toros, a los mansos como a los bravos, obligándoles a pasar, empapándolos, templando la suerte y toreando de brazos».

Y el biógrafo Aguado escribe: «José y Juan acabarán fundiéndose. Se complementan, se estudian, se copian… José no es el mismo desde que apareció Juan y Juan supo dedicarle a la parte estética la atención que veía en José».

Pero aquella Feria de Córdoba de 1915 no terminó con el «mano a mano» de Joselito y Belmonte, porque, como puede verse en el cartel que reproducimos, hubo otras dos corridas más:

El día 26 compusieron la terna Manuel Rodríguez Sánchez Manolete (padre) y Joselito y Belmonte que repitieron. Fue la tarde de los Miuras, que ya también por entonces eran los más temidos y tal vez por ello los genios sevillanos no se la quisieron perder, sabiendo como sabían ambos que sus críticos les acusaban de torear siempre con toritos. También Manolete, padre, tuvo aquella tarde su tarde, porque demostró que era un gran torero y que los Miuras eran sus preferidos. Manolete padre, que pudo ser la figura de su tiempo, si no tiene la mala fortuna de saltar a los alberos coincidiendo con la irrupción de Joselito y Belmonte. A pesar de ello esa temporada toreó 57 corridas y con Joselito de compañero, 18.

Y la tercera, el día 27, en la que torearon Manolete padre, Joselito, Belmonte y Saleri II (con toros de José María Pérez de la Concha).

No es de extrañar, pues, que aquel mano a mano y aquel cartel de 1915 se repitiera los años siguientes (1916 y 1917). Luego, después, y cuando ya Joselito y Belmonte habían alcanzado la cumbre de la tauromaquia española y su cotización había subido a unas cifras astronómicas, no volvieron a torear en Córdoba. A este respecto cuentan los biógrafos que el poder de Joselito había llegado a tal extremo que una tarde cuando salía del hotel que se hospedaba en Madrid vio que estaban reunidos en la cafetería del mismo a los más importantes empresarios, que trataban de ponerse de acuerdo para no pagar al figura lo que exigía se plantó ante ellos y les dijo: «Señores, voy a tomar un caldo en Lhardy, si a mi vuelta siguen ustedes maquinando sobre mi dinero, les aseguro que no vuelven a verme en sus plazas. Así que piensen bien y cuenten lo que les puede costar»… y, al parecer, cuando volvió de Llardy habían desaparecido los empresarios (y es que ellos mejor que nadie sabían la fuerza que tenía Joselito y que era el único que llenaba a rebosar las plazas y costasen lo que costasen las entradas).

Fue a partir de esa tarde de la Feria de Córdoba cuando «El caballero audaz», montillano de nacimiento, reprodujo algunos comentarios que Joselito le hizo en una larga entrevista de la que reproducimos algunas frases: «Empecé a torear a los 14 años. Nadie me había enseñado, el toreo no se aprende, yo no había visto jamás un toro de lidia y la primera vez que me puse delante de él hice las mismas suertes que hago hoy. Es una cosa especial que uno no sabe explicarse, y que parece que ya estuvo uno en otro mundo, donde le enseñaron a torear. Soy religioso sin ser beato, creo en Dios y, sobre todo, tengo una fe ciega en la Virgen de la Esperanza. Las mujeres me gustan más que nada: eso, por sabido, se calla, como si yo no torease más que para hombres, ya me había cortado la coleta… Algunas veces, en esas tardes fatales que tiene uno, cuando casi con las lágrimas saltadas se deja los trastos de matar y se refugia uno en la barrera… al volver la cara al tendido, en medio de la hostilidad de los que gritan, se tropiezan nuestros ojos con los ojos bonitos de una gachí que con la caricia de su mirada compasiva, quiere consolarnos y entonces me he ido al toro, como un jabato, con el capote y animado por el calor de los ojos de la desconocida he levantado al público haciendo todo lo que sabía y algo más (¡Dios, eso me pasó en Córdoba!). Yo lo tengo claro si mil veces naciera, mil veces sería torero. Yo no veo nada más bonito, más artístico, ni más emocionante que el toreo… yo no me cambiaría por nadie, ni emperadores, ni generales, han saboreado el triunfo de una buena tarde en el redondel de la plaza de toros de Madrid. Eso es el delirio, a mi me parece que no hay nada comparable en el mundo»

Los dos toreros

En su libro Lances que cambiaran la Fiesta, el escritor Santi Ortiz describe así a los dos artistas sevillanos:

«José es un torero largo; Juan, intenso. A Joselito el toreo le entra por la cabeza; a Belmonte, desde las raíces de la tierra. José domina, Juan siente. José es apolíneo, Juan dionisíaco; aquel es la luz, este las tinieblas. El ying y el yang que dirían en China. Sin embargo, su extensa y rica competencia, enriquece a ambos. La tradición se aviene al arte nuevo; la revolución aprende de las normas. José se acerca a Juan y este a José. Y entrambos elevan el toreo a su más alta cúspide a través de una competencia que desgajará a España en dos mitades, en dos banderías irreconciliables… que desbordará la pasión extramuros de las plazas de toros: gallistas y berlmontistas, sus espadas en alto -y nunca mejor dicho-, mantendrá en versión corregida y aumentada la pugna entre frascuelistas y lagartijeros de la primera época dorada del toreo. ¡Ay, José! El complementario de Juan; la otra cara rutilante de la moneda de la época más apasionada y apasionante del toreo. El polo natural opuesto a la heterodoxia belmontina. A José, hijo, sobrino y hermano de toreros, le salieron los dientes toreando y viendo torear; a Juan lidiando clientas en la quincallería paterna. José, provisto del respeto de su apodo familiar, desarrolla su carrera desde dentro de la alambrá; Juan, desde fuera, como furtivo nocturno o gastando fondillos en las tapias de los tentaderos. José ejerce desde siempre de paladín de la tradición; Juan encarna al saboteador de reglas y preceptos. Uno guardará las formas en el menor detalle, vestirá de corto y olerá a torero hasta en pijama; el otro vestirá a la inglesa, fumará en pipa y llegará al sacrílego tijeretazo que le cercene la coleta -seña, entonces, de identidad y actividad torera- cuando estaba en su máximo apogeo y sin pensamiento alguno de retirarse».

Por tanto, no es de extrañar que Machaquito le dijera aquella noche del mano a mano al hermano Rafael El Gallo: «¡Rafaé, tenía usté rasón… Joselito no es un torero, Joselito es un genio, Joselito es Dios!».