Dicen que por la noche habrá una gran fiesta en la plaza, pero faltan diez minutos para que acabe 2016 y frente al ayuntamiento de Barrado solo hay seis personas.

Hace unas horas que acabo de ganar mi primera carrera. 66 participantes, de los que solo tres se acercan a mi edad y han corrido alguna vez más de cinco kilómetros. Tengo el dorsal 32. Es un folio recortado con tijeras y escrito a rotulador. Numeran por orden de llegada. Vaylon y su abuela Ascensión son el 1 y el 2 por haber llegado una hora antes; resulta que el chiquillo estaba tan nervioso que no podía esperar en casa.

Es la San Silvestre de Barrado, tres kilómetros y medio. El premio para el ganador, una caja de chocolate.

-¡Vamos, cordobés! -me gritan unos vecinos. Son Matías y Ángeles.

-¡De fuera vendrán y los bombones te quitarán! -ríe esta.

Ella es de Madrid. Conoció a Matías el sábado 9 de abril, por internet. «¡Voy a por ti!», le dijo él. Dos días después Ángeles dejó Madrid por Barrado.

Barrado tiene 400 habitantes y está en un hoyo del valle del Jerte.

Matías tiene la nariz grande, la cara agrietada y una boina con una hoja de marihuana dibujada. Toca en la banda del pueblo, hace licores, salchichón, mermelada, cría gallinas, caza jabalíes y tiene un huerto.

Vaylon y Ascensión, en Barrado.

Ángeles es morena y parece más joven. No tiene mucho acento y le fascina cómo hablan los cordobeses. Nos dice que hay bastantes chicas jóvenes en el pueblo.

-Pues estamos solteros.

-¿Qué?

Aguantamos unos minutos frente al ayuntamiento, pero intuimos que no va a aparecer nadie más. Entramos en uno de los dos bares del pueblo; unos adolescentes juegan al billar. Parece una noche cualquiera, pero no la del 31 de diciembre. A la una de la madrugada estoy en la cama. A las ocho de la mañana, fregando los platos de la cena.

Salgo a desayunar a la terraza. Me embobo con el humo de las chimeneas. No se oye un ruido. Y ahí, con el sol recién salido y un té caliente, pienso en todo lo que estoy descubriendo en este viaje, pienso que me aburren las ciudades y el lujo, que los valles se ven mejor desde arriba, y que tal día como hoy hace dos años estuve en este mismo sitio, con amigos y novia, y que he sido capaz de volver de manera diferente. Sin miedo de recordar. Con una bici y unas alforjas.

Se levanta Pepe, que ayer se unió al viaje, y partimos. Había dudado qué hacer en este 1 de enero. ¿Cuántos unos de enero tiramos a la basura?

Pedalear.

Nunca había pasado el primer día del año pedaleando. Atravesamos Cabrero, un hombre quema hierbajos en las afueras, El Rebollar, saludos de un agricultor, Valdastillas, nos indican como si estuviéramos cruzando Madrid. Vamos por arriba del valle, por supuesto, entre almendros pelados y caminos inundados de hojas muertas. Tiene la mañana un aire tenebroso, muy propio de este día donde la mayoría de gente duerme.

- ¿Puede ser que empecemos 2017 enamorados de esto?

- Vamos a empezar sacándole ventaja a todo el mundo.

Dejo la cámara en una piedra y activo el autodisparador.

Pero no basta con montar en bici.

Hay que subir.

El puerto de Honduras conecta los valles del Jerte y Ambroz. Nos hemos relajado con la hora, pero jugar con el límite tiene su punto. Hay nieve en los arcenes y aún más en la cumbre. El valle es una manta de niebla. La bajada es asombrosa, hasta que el sol se va. Hipotermia. De verdad. Aún así, me paro a hacer una foto a las nubes. No me entiendo. Los guantes ya no hacen nada. Respiro muy acelerado para generar algo de calor. No sé si apretar o aminorar. Veo Hervás, pero aún se me hace eterno.

Ángeles y Matías, la tarde previa a la Nochevieja, en Barrado.

La bici es como una pareja. Puedes pasar de la excitación al sufrimiento más crudo. Mandarlo todo a la mierda. Entro al bar El Comerciante, el primero que encuentro al entrar en Hervás, precioso pueblo de calles judías que ahora mismo no sé valorar. Pido un té con leche que, incomprensiblemente me tardan en servir porque hay unos señores que están dudando qué cubata tomar. Doy vueltas de un lado a otro, nervioso, frotándome las manos, dando ligeros saltos. No sé cómo ponerme. Un hombre me sugiere si quiero que me lleven al centro médico. Le contesto que ya se me pasará.

A la bici le perdono todo.

Localizamos la casa de Luisa, donde dormiremos. Luisa es bióloga, de Cádiz y hippy. Tiene perro y una antigua casa cuyas habitaciones están heladas, salvo el salón, donde se genera un microclima gracias a una estufa de llama y bombona. Me recupero. Ahora toca dormir en una cama diez centímetros más pequeña que yo, viendo mi propio vaho y oliendo a humedad.

Pero no me quejo.

Cuando voy en bici, nunca me quejo.