Qué nos ocurre a usted o a mí si mentimos descaradamente ante un juez o insultamos en público a alguien por el color de su piel? Que, sin duda (y justamente), seríamos penalizados. Porque en el mundo de la razón, las palabras son acciones intencionadas que provocan consecuencias. Por ese motivo, se persigue judicialmente el insulto racista (un acto de agresión verbal) o el perjurio (mentir ante el juez para eludir una condena). En el mundo de las emociones, sin embargo, las palabras son juegos verbales, simulaciones comunicativas en las que se elude la responsabilidad de las acciones y, especialmente, de sus consecuencias.

En tiempos electorales, los partidos políticos aprovechan ese periodo de impunidad discursiva para entregarse a ingeniosos juegos verbales sin mayores consecuencias prácticas. Pocos ciudadanos creen lo que los políticos prometen durante la campaña electoral, y pocos políticos esperan que los ciudadanos crean sus promesas electorales. La lógica del juego del lenguaje electoral es quién gana más votos, no quién es el campeón de la honestidad y la coherencia. ¿Y esta manipulación sale gratis?

La primera estrategia retórica que está empleando la ultraderecha es el paralelismo, que consiste en crear nuevos términos y expresiones-espejo altamente contaminadas de sentido negativo: si los progresistas hablan de machismo, los ultras oponen hembrismo, en un intento de denigrar al feminismo identificándolo con la misma lacra que precisamente intenta combatir. Utilizan la expresión yihadismo de género para infectar con el oprobio del terrorismo más irracional la defensa de la igualdad entre los hombres y las mujeres. Emplean la locución feminismo supremacista, un calco de supremacistas blancos (aquellos que marginan, persiguen y agreden a personas de color) con el objetivo de presentar el movimiento en favor de la igualdad como racista, radical y violento, conceptualizándolo como una especie de nuevo Ku Klux Klan. La segunda estrategia retórica ultra es la falacia ad gratiam, que podemos traducir en este contexto como argumentación por la cara, con desfachatez. Los partidos ultras exponen como uno de los puntos más importantes de su programa de futuro gobierno «terminar con el efecto llamada: suprimir las ayudas a los inmigrantes ilegales». Como puede comprobar con facilidad cualquier ciudadano interesado, es un hecho incontestable que en España nunca han existido ayudas públicas directas a los inmigrantes sin papeles, pero esos partidos no desaprovecharán un buen argumento ultra porque sepa a ciencia cierta que sea mentira. Si cuela, cuela. En un hipotético manual de comunicación ultra quizá se prevea que cuando en un debate uno de sus representantes sea pillado en una mentira flagrante, y con datos oficiales se haga evidente la falsedad de sus palabras, inmediatamente se proteja diciendo: «Yo tengo otros datos alternativos no manipulados», esparciendo en 360 grados la sombra de la sospecha conspiranoide y haciendo imposible cualquier posibilidad de debate serio.

Sin embargo, la estrategia retórica más peculiar de los ultras es el uso sistemático de la contradicción, que hace imposible mantener una simple conversación racional. Sus inspiradores, los ultraconservadores estadounidenses, invocan la vida humana como el bien supremo para pedir la prohibición del aborto y, a la vez, exigen endurecer la pena de muerte. ¿Advierten y ven ustedes la contradicción que entraña sostener esa postura incompatible con la lógica? Ellos, desde luego, también, pero no les importa. Aplicando el mismo patrón, declaran sacrosanta la Constitución, inviolable en su integridad pero al mismo tiempo proponen medidas abiertamente anticonstitucionales, que únicamente podrían acometerse cambiando los grandes artículos y los consensos básicos del texto constitucional, como el desmantelamiento del Estado autonómico. Al lado de ese despropósito, ya parecen contradicciones menores considerar que los tripartitos son monstruos de Frankenstein, aberraciones de la naturaleza, si los montan los progresistas; pero son, sin embargo, la garantía del cambio y de la libertad cuando los negocian los conservadores y los ultras, como hemos oído estos días de boca de sus representantes. Aristóteles se enfrentó a un problema similar en su tiempo. En los debates públicos, los sofistas prescindieron de los hechos reales, de los datos oficiales y se convirtieron en maestros de la falacia y el engaño verbal, poniendo en marcha una maquinaria de manipulación radical del discurso para alcanzar su único objetivo: ganar el debate. En su propuesta contra los sofistas, Aristóteles introdujo en su inmortal Retórica el concepto de ethos. Será la ética profesional de los medios de comunicación la que desmonte con datos y hechos las falacias ultras.