No importa cuántas veces hayas mirado por un telescopio, si éste era grande o pequeño, si usabas tus ojos, una cámara de fotos o un complicado instrumento instalado en un gran telescopio profesional. No importa si eres joven o mayor, si eres cristiano, judío, budista, musulmán o ateo, homosexual, heterosexual o bisexual, rico o pobre, o si estás triste o contento. La contemplación de la luna a través de un telescopio, sea el que sea, deja siempre boquiabierto. La luna debe estar en el cielo durante cualquier observación astronómica dirigida a mostrar las delicias del firmamento al público en general. De repente nos encontramos sobrevolando un mundo extraterrestre, ligeramente familiar por la cotidianidad de la luna en nuestro acervo cultural, pero tan desconocido y a la vez tan apasionante. No se trata de una galaxia distante, apenas visible por el ocular del telescopio, o un cúmulo estelar, o un esquivo planeta para el que necesitamos un telescopio de calidad y muchos aumentos. Estamos mirando justo aquí al lado en las distancias del Cosmos, a escasos 380 mil kilómetros de distancia (la luz que vemos directamente con nuestra retina partió de la Luna hace 1.3 segundos). Pero esta visión nos abre la boca, nos abre la imaginación, nos transporta a nuestras nostalgias del pasado y a nuestras ilusiones para el futuro. Los detalles que se pueden apreciar del satélite natural de la Tierra, las descripciones y las miles de palabras que se podrían usar, las magníficas imágenes que los medios astronómicos actuales permiten recoger, no quedan en nada cuando son nuestros propios ojos los que tienen esa visión tan espectacular.

La superficie de la luna vista a través de un pequeño telescopio muestra un mundo viejo repleto de cráteres de impacto, montañas, cordilleras, tierras bajas, barrancos, colinas, fracturas y otra gran variedad de accidentes. El color blanco-grisáseo lo domina todo. Las zonas más bajas, las «llanuras» o «mares», cuencas enormes de basalto fundido, aparecen contrastadas en un fuerte color gris oscuro. Por otro lado, las zonas más viejas, también conocidas como regiones altas de la Luna, se muestran a rebosar de cráteres de impacto, muchas veces incluso encontrando varios superpuestos. No obstante, los mejores lugares para apreciar la estructura tridimensional del terreno se encuentran junto al «terminador», la línea que separa el día y la noche en la Luna. Sobre estas regiones el sol está justo saliendo sobre el horizonte o a punto de ponerse, los rayos de luz llegan muy oblicuos, haciendo que las sombras sean muy elongadas. A veces aparece un punto brillante de luz dentro de la sombra, muy cerca del terminador. Se trata del pico de una montaña alta, donde ya está dando la luz del sol, aunque la mayoría de la montaña aún se encuentra sumergida en tinieblas. Observar este detalle siempre provoca asombro a todos aquellos que miran la luna a través de un telescopio por primera vez.

Aunque conseguir imágenes de esta calidad lleva cierto tiempo y experiencia, cada vez es más común durante las sesiones públicas de observación que el público se lleve como recuerdo extra una imagen chula de la luna a través del telescopio obtenida con su propio teléfono móvil. ¡Incluso existen ya adaptadores de móviles a telescopios de aficionado! (en caso contrario también se necesita un poco de truco para conseguir una imagen más o menos decente, dado que la cámara del móvil debe estar perfectamente alineada con el camino óptico y la salida de la luz del telescopio para conseguir retratar la luna, algo que a veces es más complicado de lo que parece cuando se hace a pulso).

(Extracto del artículo publicado por el astrofísico cordobés Ángel R. López Sánchez el 25 de noviembre de 2018 dentro de su página semanal en el suplemento Zoco, de Diario CÓRDOBA)