La sombra de Felipe es alargada, con esos claroscuros de luz crepuscular, aunque apunta al presente. El único equipaje que no lleva consigo es la indiferencia colectiva. Ya sea fumando un puro en la cubierta mientras se tuesta al sol o hablando de Podemos, lo que dice Felipe no es que vaya a misa, pero concita misas y concilios dentro y fuera del margen de su espectro político, ese que Pedro Sánchez ha borrado del mapa. La gente insiste mucho en que Felipe se ha vendido al capital y toda esa monserga de una canción protesta con sordina que aún no ha desempolvado su chaqueta de pana, pero lo cierto es que González sigue representando una edad del país, cuando lo más español que había en España era el partido socialista y la Guardia Civil, dicho por él. Reducir su legado a unos casos de corrupción que al final se han visto superados por lo que vino después, dentro y fuera de su partido, es desconocer una visión del Estado social y de derecho, unido en un presente de horizonte sostenido en las manos. En aquel partido socialista se tenía clara una intención: convencer a la gente de que gobernarían para todos, no solo para unos pocos con la nostalgia honda de lo que nunca ocurrió, porque el proyecto sería integrador y España seguiría siendo la mesa que no debía partirse, para que nadie perdiera su postura.

Yo creo que hubo un momento, seguramente interior, seguramente no admitido nunca fuera de sí mismo, en que Pablo Iglesias quiso ser Felipe. Fue entonces cuando se convirtió en Pablo: nombrando solo un nombre se ajustaba un proyecto político. Pablo soñó un día con asomar por la ventana de un hotel, con su mano sostenida, bajo ese cielo gélido y nocturno de un Madrid mineral, por esa otra mano de Íñigo Errejón. Ahí estaba la pareja proyectada en el tiempo, esa repetición que se alentaba en el paralelismo de la historia. Porque ellos habían venido a ajustar todos los errores del pasado, para hacerlo mejor. Ellos habían nacido en el asalto de lo que tampoco sucedió, porque la Transición había sido una imposición de los de arriba, con una izquierda domesticada -al decir de Alberto Garzón- que ellos devolverían a su esencia salvaje. No a la convivencia, o sea, no a la integración de unos con otros, sino a la imposición que precede al derrumbe. Por eso había que dinamitar no solo el presente, sino el pasado. Empezando por la Transición, pasando por una Constitución sobada solo cuando conviene y acabando en la monarquía parlamentaria. Elefantes, Botsuana, desconfíe de quien tiene las manos manchadas de cal viva. Hemos recuperado la pureza ancestral de unas ideas que ya no necesitan convencer.

Mientras España se pone a la cabeza de Europa en la propagación del coronavirus y Fernando Simón exhibe sus vacaciones submarinas en un programa televisivo -total, qué son 50.000 muertos-, Pablo Iglesias declara que «Hay que trabajar para avanzar hacia un horizonte republicano que profundice en la democracia española. Trabajar y construir alianzas para avanzar hacia este horizonte republicano tiene que ser una de las tareas políticas fundamentales de Podemos en los próximos tiempos». Ante esta declaración de prioridad, ha vuelto Felipe. Ha hablado muy claro, que es como suele hacerlo si se trata de España: «Cuando manifiesto algo con lo que no estoy de acuerdo me dicen que soy opositor. Bueno, es difícil oponerse a lo que no existe». No existe la república, y Podemos ha sido reducido a una pareja ministerial. Pero como aquella generación de socialistas, con aciertos y errores, sí tenía el país en la cabeza, el viejo presidente sigue mostrando más sentido común que esos juveniles de cuarenta años que aspiran a cambiar el marco de la foto por una democracia fraccionada. «Acabo de oír al señor Iglesias hablar de que no hay necesidad del trabajo de las fuerzas de seguridad del Estado y de la ayuda que han prestado los militares en la lucha contra la pandemia. Yo no estoy de acuerdo con eso. Me parece peor que un error, me parece una estupidez». Y claro: también le extraña mucho que se quieran pactar los presupuestos, para el país, precisamente con aquellos que aspiran claramente, y programáticamente, a la disolución del país. A Felipe se le critica mucho por decir estas cosas y se le llama vendido. Pero nadie le sabe dar la réplica.

Vuelve Felipe porque necesitamos su discurso. Para escucharlo, al menos. Y para responder a quien le toque. Pero hoy vivimos un cinismo bovino que solo sigue al líder sin pensar demasiado en lo que queda de España.

* Escritor