En sus momentos de euforia, este votante ciclotímico piensa que el destino de todo el país (o el de su Comunidad Autónoma, o el de su Ayuntamiento) se halla prácticamente en sus manos. Siente que su voto o su abstención son decisivos. Si esos períodos de cíclico arrebato coinciden además con un proceso electoral, sus proclamas se transforman en mítines donde despliega todo el arsenal de su retórica vociferante, no solo antes sus sufridos amigos (que ya lo conocen y le perdonan) sino ante cualquiera que acierte a pasar por allí. En medio de ese tiroteo verbal, está convencido de que sus arengas generan efectos multiplicadores que no tardarán en cambiar el curso de la Historia. Suya es la palanca de Arquímedes con la que hará saltar por los aires la mesa del Consejo de Ministros (o del Consejo de Gobierno, o del consistorio). En las próximas elecciones, por ejemplo, ha decidido que va a abstenerse, y contempla esa renuncia como un torpedo que avanza imparable hacia la línea de flotación de la clase política en su conjunto.

En sus fases depresivas, sin embargo, este votante ciclotímico siente que su voto no vale nada. A medida que crece el cuerpo electoral, el valor de su papeleta se aproxima a cero. «Lo mismo da» --piensa con amargura mientras ve pasar a lo lejos el tren de la Historia-- «que vote o que no, pues en cualquiera de los casos todo va a seguir igual». Sus amigos (que le perdonan porque lo conocen) intentan animarlo con argumentos ya trillados que no hacen mella en su ánimo. En esos momentos se percibe a sí mismo como a un ratón diminuto incapaz de hacer otra cosa que evitar que lo pisen. La democracia le parece una especie de «opio del pueblo» que asienta en nuestras almas la conformidad con lo que hay, al hacernos creer que es producto nuestro. Ahora que ya están aquí, ha decidido finalmente que se abstendrá en las próximas elecciones, y contempla esa renuncia con la misma indiferencia con la que su espíritu abatido lo considera todo. Pieza insignificante de un mecanismo que le sobrepasa, su voto no es una parte alícuota de la soberanía popular, sino un papelillo que tan solo sirve para calzar una silla.

De modo que este votante ciclotímico se siente unas veces absolutamente libre; otras, absolutamente encadenado. Si, a través de un agujero de gusano (o, a ser posible, mediante algún otro procedimiento menos traumático: leyendo, por ejemplo, algún libro de historia), pudiera trasladarse a algún colegio electoral de este mismo país hace algo más de sesenta años, tal vez los manoseados argumentos de sus amigos sobre el valor de la democracia cobraran cierto lustre. Es el 14 de diciembre de 1966, y los españoles --tras una campaña en la que un caudillo mendicante afirma: «Me hubiera gustado disfrutar la vida como el común de los españoles, pero el servicio de la Patria embargó mis horas y ocupó mis días. Llevo treinta años gobernando la nave del Estado, librando a la Nación de los temporales del mundo actual... ¿Es mucho exigir el que yo os pida, a mi vez, vuestro respaldo a las leyes que en vuestro exclusivo beneficio y en el de la Nación van a someterse a referéndum?»-- se disponen a votar la Ley Orgánica del Estado. Los resultados son apabullantes: un 98,1% votan a favor del sí; milagrosamente, en algunos municipios el porcentaje de votos afirmativos asciende al 120%, muestra inequívoca de que la nave del Estado --gobernada por tan intrépido capitán-- atraviesa resuelta toda clase de temporales.

¡En aquellos tiempos sí que era cierto que ir a votar resultaba indiferente! Lo mismo daba que dijeras que sí, que no, que renunciaras con orgullo a acudir a las urnas o que metieras en el sobre una rodaja de mortadela. Pues al final, por un misterioso proceso de transustanciación, el 98,1% de los votos (el 120% en algunos casos) iban a ser positivos; sí, incluso el voto que nunca llegó a existir. Mucho me temo que esta viñeta histórica que acabo de dibujarles para nada alterará el rumbo tomado ya por mi amigo, el votante ciclotímico, quien se consume ahora en el sótano de uno de sus periódicos desalientos. Pero si, por un vuelco del destino (o de la coctelera de su bioquímica), el día de las elecciones fuera visitado por la euforia, tampoco estas líneas le servirán de gran cosa, convencido en este caso del carácter crucial de su solemne renuncia a acudir a las urnas.

Hace sesenta años un voto era mucho menos que un voto. Para ser exactos: no era nada. Hoy un voto es solamente eso: un voto, y no un asalto individual a algún Palacio de Invierno (por mucho que los amigos del asaltante, comprensivos, asientan a sus palabras y le perdonen). Pero, si se detienen un minuto a pensarlo, no puede haber diferencia mayor que la que acabo de decirles.

* Escritor