Y aquí termino esta serie cuando se atisba luz al final del túnel del confinamiento. Pero hoy quiero soñar con el futuro, con esa pradera --que no páramo yermo-- por la que caminar al final, del final del túnel...que para escribir de tristezas y errores ya están otros. Cierro los ojos y lo primero que veo es un futuro sin residencias de ancianos en las que fueron muebles aparcados y hacinados donde ‘echarles’ de comer. Una imposición por Real Decreto que nos obliga a dar largos paseos al sol, porque su vitamina alguien ha descubierto que es el componente inexcusable de la vacuna que compraremos por Amazon.

Empresas que apuestan por el teletrabajo y la conciliación familiar ya aprendida; amistades las justas, porque ahora no se besa a nadie por compromiso, ni se dice «que bien te veo», ni «quedamos pronto», cuando no tienes ninguna intención de hacerlo. Eso es pasado, un pasado con demasiados compromisos sociales y muy pocos abrazos de veras. Un mañana plagado solo de besos y abrazos de verdad, porque los otros siempre sobraron.

Veo hijos de los que hemos aprendido mucho, sobre todo a conocerlos, y padres y madres que echarán de menos el túnel que los acercó a ellos.

Compras online y vuelta a las tiendas, porque comprar es mucho más que darle a un botón. Viajes por España de obligado cumplimiento para gastar en la esquina de al lado que aún no conoces y la tienes cerca. Colegios con niños que de nuevo juegan sin miedo, universitarios que vuelven a unas aulas en las que contagiarse, pero esta vez del primer amor interrumpido por esta macabra pandemia; pagar sin dinero, con tarjeta, con el móvil y hasta con un guiño.

Terrazas de bares, muchas menos, en donde suspirar de nuevo; cervezas sin prisa, saborear cada sorbo de espuma; y de nuevo Semana Santa y el Rocío y las verbenas y las Cruces y los patios, no repletas, y hasta la feria, llena de corazones alegres con mascarillas.

Y la temperatura a cada paso, al entrar al Corte Inglés, a Zara y al banco, al trabajo o al cine y las gafas de infrarrojos con las que la policía nos la controla; y los móviles y sus aplicaciones, para saber con quién hemos estado, de dónde venimos, o a dónde vamos. Pulseras que nos toman la temperatura, certificados de «estoy libre del virus»; vistas telematicas, togas sin sudor y muchos juicios encima.

Y allí, a lo lejos, el duelo perpetuo por los que se quedaron por el camino, con celebraciones tal vez vanas y huecas, pero de justicia, que nunca se nos olvide que un día se fueron y poco más pudimos hacer por ellos.

El final del virus se acerca.

* Abogada