Cuando deje de mirarse en el espejo del baño del avión presidencial --espejito, espejito, quién es el presidente más bonito--, entre ese torbellino de destinos turísticos con ese pretencioso cartón piedra de frágil apariencia diplomática, puede que Pedro Sánchez se pregunte quién carajo le mandó decidir celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona el 21 de diciembre. Esto ya poco importa, porque Pedro Sánchez parece uno de esos hombres llamados a escucharse principalmente a sí mismo. El mesianismo presidencial viene a ser una patología más o menos común en los hombres de Estado que se forjan su propia soledad a golpe de martillo intimista, pero tiene más sentido en los presidentes que han ganado sus propias elecciones, y más con mayoría absoluta, porque eso convierte ya la egolatría en antesala gélida de la divinidad. No vengo ahora con que la presidencia de Sánchez, tras haber ganado por primera vez en nuestra democracia una moción de censura, no sea legítima --con el derecho en la mano, es decir, con la legalidad, lo es sin fisuras--, pero sí que sorprende que haya caído ya en esta suerte de absolutismo interior de vaivenes diversos; porque si un día nos hacemos la foto con los pobres refugiados del Aquarius, al día siguiente los mandamos asépticamente al fondo del mar o, lo que es lo mismo, de vuelta a la ruina que dejaron atrás, y aquí no pasa nada. O pasa todo, o de todo, como en Cataluña, cuando un presunto gesto de buena voluntad con el nazi --éste sí lo es de verdad, y ahí están sus textos racistas sobre los españoles-- Quim Torra, se convierte en la espoleta de la bomba de mano que tiembla en los asientos del Consejo de Ministros.

El problema del trato con tarados es que acabas respondiendo a sus razonamientos. Empiezas por ahí y luego acabas en una política de gestos, como celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona, que podría dar lugar a una hermosa fotografía de encuentro y reconciliación, y al final tienes que ir escoltado por los antidisturbios. Torra llama a la violencia vía Eslovenia y ya prepara el marco para el rostro amable de su primer caído. Y se frota las manos: su causa necesita que la comunidad internacional reciba nuevas fotos de la brutalidad española y españolista contra los pobres mártires del catalanismo. Precisamente por eso, porque la estulticia, la bobería o la pusilanimidad de este Gobierno ha hecho posible el documental futuro que emitirán en todas las televisiones del mundo acerca de la lucha idealista del pueblo catalán contra el yugo español, no hay que enviar Policía Nacional a Cataluña para cubrir el escaqueo de los Mossos. Los Mossos son parte del Estado y deben cumplir con sus obligaciones. Hasta ahora lo han hecho, y han dejado de hacerlo cuando han recibido órdenes en ese sentido. Porque una cosa es el refuerzo de la Guardia Civil y de la Policía, y otra que los CDR monten barricadas, corten carreteras --como durante la ocupación de la AP-7 de 15 horas sin que intervinieran, porque alguien les había ordenado que permanecieran con los brazos cruzados--, amenacen la seguridad de la comitiva presidencial, de la ciudadanía, de la gente en suma, y que los Mossos se pongan de perfil para que sean los otros los que sean fotografiados repartiendo tortazos.

Según la Constitución, la seguridad ciudadana es una competencia estatal y es el Estado el que debe garantizarla si se inhibe la autoridad autonómica. Para eso está la Ley de Seguridad Nacional, que contempla que en una situación de crisis de seguridad, como la que se espera el 21, se pueda designar mediante real decreto una autoridad no autonómica que se ponga al frente de los Mossos. Pero para eso necesitaríamos un presidente del Gobierno que no se moviera por la fotogenia de su discurso o la llamada de atención andaluza de Vox, sino por auténticos principios, y dijera algo así: Bien, mantenemos la caldera encendida del Consejo de Ministros del 21 en Barcelona, pero no voy a dejar al descubierto a la Guardia Civil y la Policía, mientras los Mossos cumplen órdenes de inmovilidad. El Estado se pone al frente de los Mossos y recupera la seguridad.

El «interés para la seguridad nacional» que reclama la Ley de Seguridad Nacional en su artículo 24 parece dibujarse en Barcelona. Es imprescindible «proteger el libre ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas» y «garantizar el normal funcionamiento de las instituciones» para poder vivir. Si quien debe protegernos mira hacia otro lado, dejará en otras manos la violencia.

* Escritor