El verbo veranear, sobre todo para los que crecimos durante el boom del turismo en España, siempre ha tenido una especie de correspondencia con cierto nivel de estatus. Aunque hubo en aquellos años 60 y 70 residencias con marchamo estatal para que las familias trabajadoras pudieran experimentar ese concepto tan novedoso y en auge como el veraneo, no obstante, no todo el mundo lo podía realizar.

El hecho de irse de vacaciones comenzaba a ser un concepto que aún tendría que desarrollarse para alcanzar unos niveles de sociacibilidad que lo hicieran un fenómeno que beneficiase a un porcentaje significativo de la sociedad. Aunque en honor a la verdad, hubo una clase que sí se había ya beneficiado de ese turismo incipiente en España: la obrera de los dos años anteriores a la Guerra Civil. La Segunda República ya consideraba que el turismo llevaba aparejada la democratización del mismo, pasando de un lujo a un derecho. El conflicto bélico dejó este derecho en stand by. Pero algo sí quedó definido: veranear debería ser una conquista social dentro de los derechos. Sobre todo porque desde el primer momento se concibió como un merecido descanso después de un año de actividad laboral. Está claro que las vacaciones pagadas y la paga extra, iban dando forma al veraneo español. Así comenzaba a ser en aquellos años 50 y en los posteriores del franquismo, como ya se ha dicho. Pero no sé usted qué pensará, cuando uno habla con la gente, sobre todo en pleno verano, eso de veranear, sobre todo cuando el empleo es precario y los salarios se encuentran en ese umbral que ni pa’tras ni pa’lante, eso de ser veraneante y veranear no se tiene muy claro si es un lujo que se ha transformado en derecho, o un derecho que se ha convertido en lujo o las dos cosas, dependiendo de los casos. ¡Vamos! Irse o no irse, esa es la cuestión, lo demás son teorías.

* Mediador y coach