El sacerdote y periodista José Luis Martín Descalzo relataba una anécdota de un compañero de trabajo. Este amigo suyo volvía de la oficina a su casa. Al llegar a la estación de metro, compró como siempre, un billete, pero el pagar se llevó una sorpresa. La chica que le atendía, con una sonrisa tímida, le dijo: «Hoy no tiene usted que pagar». El hombre e quedó de una pieza. Preguntó el por qué. «Porque ayer se fue sin coger la vuelta», respondió la chica desde el otro lado del cristal. ¿Acaso recordaba su rostro? ¿Conocía quién era? Nada de eso. La chica ni siquiera había estado de servicio el día anterior, pero una compañera le había dicho por la mañana: «Cuando venga el señor que siempre nos da las buenas tardes, dile que hoy no tiene que pagar». Así es de poco frecuente que en lugares por donde pasa mucha gente se conserve la costumbre tan humana del saludo. Joseph Ratzinger, el actual Papa emérito, contaba de cuando no era tan famoso y ya vivía en Roma, que un día, meditando sobre la deshumanización en las ciudades, se propuso saludar a las personas con las que se cruzara en la acera. Al poco de poner en práctica su propósito, uno se detuvo y le dijo: «Usted perdone, pero creo que se confunde». Y así podríamos seguir el hilo de las anécdotas. Si nos fijamos bien, en algunas podemos descubrir grandes y hermosos mensajes. El Papa Juan XXIII, cuando estaba de nuncio en París, asistió a una cena de diplomáticos. Contaba que, a su lado, tuvo a un embajador más bien agnóstico, contrario a los dogmas religiosos. Entonces, el cardenal Roncalli, al final de sus intercambios de pareceres, sacó esta conclusión, que le transmitió al compañero diplomático: «Total, señor embajador, que a usted y a mí, lo único que nos separa son las ideas». Cuántas vivencias, cuántas anécdotas vamos protagonizando todos a lo largo de nuestra vida. Hoy celebramos en la liturgia de la Iglesia la solemnidad de la Santísima Trinidad: «Un solo Dios en tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo». Y a propósito de este misterio, hay también una anécdota atribuida a san Agustín. Paseaba el obispo de Hipona por una playa, intentando comprender y descifrar el misterio de la Trinidad. Imposible. Tuvo, entonces, una aparición en la que escuchó una voz que le decía: «Lo que tú intentas comprender es como si quisieras meter en una concha toda el agua del mar». Jesús, en el evangelio, nos va exponiendo ese misterio, hablándonos de Dios, al que llama «Padre» y lo experimenta como un misterio de bondad; por otra parte, Jesús se experimenta a sí mismo como «Hijo» de ese Dios, nacido para impulsar en la tierra el proyecto humanizador del Padre y para llevarlo a su plenitud definitiva, por encima incluso de la muerte; y por último, Jesús actúa siempre impulsado por el «Espíritu» de Dios. Es el amor del Padre el que lo envía a anunciar a los pobres la Buena Noticia de su proyecto salvador. Y Él mismo lo promete a sus discípulos. La fuerza del Espíritu los hará testigos de Jesús, Hijo de Dios, y colaboradores del proyecto salvador del Padre. El obispo de la diócesis, Demetrio Fernández, lo resume en su carta semanal, con esta frase: «Jesús nos abre su corazón, su intimidad, y nos comunica que Dios es su Padre, que él mismo es Dios--Hijo y que nos enviará el Espíritu Santo». Así vivimos los cristianos prácticamente el misterio de la Trinidad.

* Sacerdote y periodista