El suicidio es un portazo a la vida que deja un enorme interrogante a los que se quedan. La lucha contra la muerte no se produce solo al final de la vida, porque cada día se establece una pugna entre el instinto de vida y el deseo de terminarla. En las personas sanas el impulso vital es tan intenso que no da tregua a la parte oscura de la existencia, domesticada en el trasfondo de la conciencia. En este caso todas las muertes producen gran impacto, recuerdan las caducidades impresas en el cuerpo con el nacimiento. Rehuimos la muerte entera pero también nos vamos sobreponiendo a pequeñas muertes cotidianas: derrotas, pérdidas, desesperanza, falta de deseo. Cualquiera que haya sufrido depresiones sabe de qué hablo.

Charlotte Salomon fue una pintora alemana de origen judío que murió en Auschwitz. Si su vida resulta especialmente singular es porque es la historia de una paradoja trágica. David Foenkinos la noveló con un texto delicado y sensible escrito con frases cortas una debajo de la otra, en una especie de verso libre que se descubre como la única forma posible para esta historia en particular. Me dirá el lector que sobre las víctimas del Holocausto ya se ha escrito mucho y que qué va a añadir alguien que no lo sufrió. Es cierto que la literatura sobre los horrores del nazismo es casi una industria y que hay quien, literariamente hablando, la ha explotado sin escrúpulos. Pero cuando el tratamiento es honesto el autor nos puede obligar a repensar, de nuevo, el gran desastre.

La tragedia de Charlotte Salomon fue vivir luchando constantemente contra el fantasma de la muerte y acabar aniquilada en el campo. Nacida en una familia marcada por numerosos suicidios, se aferrará a la pintura para escapar. Es decir, morderá el impulso creador para no dejarse enterrar por el destino funesto que la persigue. Estos días pienso mucho en Charlotte Salomon. Cada vez que escucho que alguien dice «fascismo», cada vez que los discursos se inflaman y se hacen grotescamente hiperbólicos. Por ejemplo: que a una manifestación a favor de la Constitución y la Monarquía se tache de fascismo y provoque una manifestación antifascista. ¿Dónde queda la pintora en un debate en el que se banaliza la palabra hasta utilizarla contra cualquiera que no piense como nosotros? ¿Cómo llamaremos a lo que vivió si hoy todo es fascismo?

Decir que todo es igual, que en el otro lado de la barrera todo es lo mismo, que no hay ninguna diferencia entre la extrema derecha y la derecha a secas es degradar el lenguaje en favor de los más radicales, normalizarlos para la vía de la banalización.

* Escritora