Este es , muy probablemente, el último artículo que escribo de esta serie dedicada en estos últimos años al fenómeno de la Resurrección. Y digo que probablemente sea el último porque, de momento, no creo que tenga nada más que decir o escribir sobre este acontecimiento. Si el lector arrastra del hilo de mis anteriores artículos sobre el asunto descubrirá que comprendo el Universo como una especie de negativo de Dios mismo, el desarrollo de Dios (o de como tú quieras llamarle) en el espacio y en el tiempo. Teilhard de Chardin tiene mucho que ver en esto que digo. El Cristo Cósmico, lo crístico (muy diferente de lo cristiano, que para Teilhard de Chardin sería la toma de conciencia de lo crístico) es lo que une el Todo con todo. La Historia, por tanto, no es algo separable de lo que Dios es en sí mismo. Sin embargo, es imposible comprender esto desde la individualidad del ser humano porque solo la conciencia de una colectividad tiene la capacidad de reconocerlo. Sólo puede ser comprendido, al modo orteguiano, desde la colectividad y nunca durante el proceso. El final no es la entrada a otra dimensión sino la transformación o vuelta al origen de lo que siempre ya fue, es, será. La concepción lineal de la historia es nuestra única forma de vivir pero no nuestra única forma de ser. Eso es fundamentalmente lo que nos enseñó el hombre total, el Cristo. Lo de menos es pues el momento histórico concreto en que Jesús de Nazaret aparece. San Agustín, en su carta numerada como 102, escrita a un filósofo de su tiempo nos dice: «la que ahora recibe el nombre de religión cristiana existía anteriormente y no estuvo ausente en el origen del género humano, hasta que Cristo vino en la carne; fue entonces cuando la verdadera religión que ya existía, empezó a ser llamada cristiana». Iluminadoras estas palabras. Desde este punto de vista, las religiones históricas han acabado convirtiéndose en un error del ser humano, que además ha traído como consecuencia muchas tragedias a lo largo de la historia. Parece que el Todo mismo empeoró el asunto acercándose a sí mismo, a su propio despliegue. La venida del logos a la carne ha sido interpretada como un simple acontecimiento histórico en el que algunos, de antes y de ahora, se han creído en posesión de la verdad más absoluta. No hemos sido capaces de trascender el acontecimiento, no hemos sido capaces de trascender el fenómeno para lograr, aunque sea, vislumbrar el noúmeno. Seguimos percibiendo la historia como un todo lineal. El fenómeno religioso al fin y al cabo ha ido quedando subyugado a los diferentes fenómenos culturales que se van produciendo a lo largo y ancho de la historia. Ni siquiera fuimos capaces de entender el llamamiento de Nietzsche cuando nos dijo que este Dios que hemos creado debe morir. Nos resistimos a matar a un dios que nosotros mismos hemos creado a nuestra imagen y semejanza, un dios moral. El cristianismo debe realizar una reflexión seria sobre este asunto aunque me temo que ya es demasiado tarde para abandonar ciertas estructuras de poder, ciertos empoderamientos muy difíciles de abandonar. Y no solo hablo del cristianismo. Pero es cierto que deberíamos aprender de alguna que otra religión que ha sabido conceder a su Dios un rol mucho más importante que el del propio ser humano. Dudo mucho que esto haya ocurrido en la historia del Cristianismo. Por eso, entre otras cosas, no terminamos de comprender qué significa la Resurrección de Cristo. El día en que abandonemos el trono en el que nos hemos subido y del que nos negamos a bajar, entonces y solo entonces comprenderemos que la Resurrección no es un fenómeno que tiene que llegar sino que ya llegó y que solo tenemos que recuperar. Para resucitar no es preciso morir, sino, como anunció Pablo de Tarso en algunas de sus cartas, renacer a un hombre nuevo.

* Profesor de Filosofía @AntonioJMialdea