Salió a correr solo porque estaba lloviendo, aún sabiendo que podría llegar tarde a la cita. El día le bailaba y fue en manga corta, así que le dio frío. Ella también tenía los pies congelados y le molestaba la garganta. Mientras a él los primeros kilómetros se le hacían incómodos, ella empezaba un cuaderno negro cuyo título no le había desvelado, pero que lo incluía a él. Luego hizo champiñones y vio amapolas rojas en cada tomate. Él empezó a sentirse a gusto en la carrera.

Estaba acostumbrado a correr por ahí, por un camino de tierra junto a un canal que unas veces rebosaba, otras estaba seco y que de vez en cuando era cobijo de adolescentes que se escondían para besar, fumar o bañarse, lejos de la ciudad y de miradas indiscretas. A veces llevaban cámaras compactas digitales y se fotografiaban inocentemente.

Rara vez se cruzaba con alguien más en el camino, pero estos días había bastantes caminantes y bicis con luces intermitentes. La imagen le resultó rara, acostumbrado a tenerlo para él solo; el canal era su refugio tras una jornada apabullante de personas compartiendo historias, que es lo que hacía en su trabajo. Allí no tenía que esquivar a nadie y su mente volaba. Pensó que hoy la lluvia había limpiado de gente el sendero. Así, se encontró solo, de noche, pisando algún charco que no podía adivinar por la oscuridad, acercándose cada vez más a un cielo magenta, de un terror excitante. El único signo de vida eran unas luces salpicadas por la falda de la sierra. Parecía un martes de noviembre a las diez de la noche, un cielo de fin de algo. En ese momento sintió, después de muchas semanas, algo de normalidad, como si todo volviera a su sitio. Al llegar a casa le estaba esperando un mensaje. Me has mandado un cielo nublado. Se leían con la mente.