Las sondas Voyager fueron lanzadas al espacio en 1977. Incorporaban un disco de oro, a la manera de los revitalizados discos de vinilo, en los que se compendiaba un saludo de la Tierra a posibles civilizaciones extraterrestres. La coordinación de tan difícil selección identificativa de los sonidos e imágenes de este planeta la hizo Carl Sagan. Entre otras, en esa circular arca de Noé se incluían el croar de una rana, el barrito de un elefante, o el rugido del mar; Johnny B. Goode de Chuck Berry, La flauta mágica de Mozart; La consagración de la primavera de Stravinsky, o la Quinta Sinfonía de Beethoven; hasta se introdujo la percusión del gamelang, un instrumento de la isla de Bali. Sagan, sin embargo, no fue muy espléndido con la cultura española, pues nada de flamenco hacia el espacio exterior. El consuelo simplón es que tampoco enroló a una de las simbologías universales de los terráqueos: el ratón Mickey.

Mickey Mouse ha cumplido 90 años. Asombra que en esta devoradora iconográfica en la que se ha convertido este siglo XXI, con ese vértigo de lo cambiante, el puto amo de la factoría Disney se conserve tan bien; sin más liposucciones que las tridimensionalidades, ni más formol que los reactivos químicos que ayudan a mantener las viejas películas del celuloide. Si la máxima de Nietzsche de «Matar al padre» se ha hecho vivaz, ha sido en esas orejas ratoneras sobre las que se ha levantado un Imperio, la inmortalidad de un ratón antropomorfo mientras que su creador se convirtió en una especie de Sleepy Hollow, un dibujante sin cabeza, o cabeza criogenizada para arrejuntar leyendas urbanas. Tiempo ha que los pantalones vaqueros se hicieron universales, como también es una máxima, ya no acotada para los niños pijos, de que al menos una vez en la vida has de hollar Eurodisney, como precepto de este ecuménico infantilismo.

Unos meses antes del crack del 29 irrumpió este personaje para adoctrinar que la verdadera patria es la niñez. Lewis Carroll ya insinuó décadas atrás la perversa idolatría de la infancia, pero la deconstrucción actual de su Alicia tendría ribetes cuasi pedófilos. James Barrie fijó con su Peter Pan las coordenadas del niño eterno, pero hay una sobredosis de tisis y melancolía en ese polvo de hadas. Mejor expandirse con un ratón asexuado, con novia ratona desde el primer momento, pero en el que las contundentes cláusulas de la Factoría no tolerarían sondear en su intimidad, vayamos a que se distorsionara cual ha acontecido con Epi y Blas.

Muchos de los bombarderos de la II Guerra Mundial llevaban pintados en su fuselaje a Betty Boop. ¿Quién se acuerda ahora de aquella femme fatal de la animación? Y sin embargo, el ratón Mickey ha colonizado los parajes más hostiles, pues los noticieros contemplaron columpios vacíos de Kabul, coloreados con unos Disneys apócrifos, más cercanos al Ecce Homo de Cecilia, pero que sobrevivieron a la barbarie iconoclasta de los talibanes.

Monigotes han existido siempre; desde las soeces y ocurrentes imprecaciones que han pervivido en una calle pompeyana, al sarcasmo de los caricaturistas que se recreaban en las parisinas cabezas rodantes de la Revolución. Pero Mickey es el patrón de un mundo dirigido por gobernantes en constantes rabietas, embebidos de un narcisismo infantil que achica a pasos agigantados el sentido de Estado. A pesar de que no hay que verle las orejas al lobo, sino al ratón, feliz cumpleaños, Mickey.

* Abogado