En la actualidad más percutiente han causado impacto las declaraciones putinianas sobre la grave responsabilidad de la Unión Europea en la incesable eclosión de conflictos soberanistas intra moenis. Recoge así, según el sentir del cada vez más afamado gobernante ruso en la opinión pública de gran parte del mundo occidental, lo sembrado en las últimas décadas, a raíz justamente de su actitud suicida frente a su llorada desmembración del Imperio soviético. Conforme a su juicio, la Historia enseña que el cambio de fronteras antecede de ordinario a conflictos nacionales o internacionales...

Norte de su actividad en el timón de la superpotencia forjada en los días de los Romanov y consolidada hasta el presente por sus grandes líderes comunistas ha sido mantener con puño de hierro el mapa territorial surgido de aquella gran crisis de finales de la centuria pasada y aun acrecentarlo a la menor oportunidad, como patentiza con rasgos muy peraltados el retorno de la siempre díscola Crimea a la legítima continuadora de la «Gran Patria rusa», evocada y entrañada incluso en días calamitosos para el más célebre de los georgianos: Rusia...

De ahí, que a la hora de posicionarse, ante la expectativa de los centros académicos y políticos de Occidente y aun de todo el planeta, cara a la celebración del primer centenario de la Revolución soviética de 1917 no haya dudado un instante en visualizarse como el hodierno legatario de sus admirados Pedro I, Catalina II y los dos Alejandros ochocentistas, antes que como gobernante excomunista. Promediado ya diciembre de 2016 y en discurso destinado preferentemente a las elites y círculos intelectuales de su país, diría con rotundidad: «Necesitamos de las lecciones de la historia en primer lugar para la reconciliación y fortaleza de la concordia social, política y civil que hemos conseguido alcanzar (...) Recordemos que somos un único pueblo, un pueblo unido, y solo tenemos una Rusia».

Pocos dirigentes actuales, en verdad, tienen la valentía de expresar ex tote corde, de manifestar con tal patencia el amor a su patria, sin complejos inhibicionistas de pánfilo pacifismo o acartonado buenismo (Cf. la excelente traducción castellana de la sugestiva biografía de H. Seipel. Almuzara, 2017).

Con mesurado y lógico sentimiento nacional, pero también sin temor alguno a las acusaciones de xenofobia o chauvinismo, el líder al que se le vaticina por comentaristas internacionales muy prestigiosos el más largo recorrido entre los que hoy gobiernan las principales potencias del planeta, no desaprovecha ocasión para reivindicar los periodos áureos y las etapas más refulgentes de su pueblo, en un claro mensaje a sus compatriotas de legítimo orgullo nacional.

Desde el mirador español del otoño de 2017, las sedicentes intromisiones de la diplomacia y el todavía todopoderoso espionaje rusos en la triste realidad de nuestro país, con la intención de fomentar el catalanismo para debilitar una pieza muy considerable de la estrategia y defensa occidentales, responderían --de ser ciertas-- a la clara conciencia de Putin de que el sentimiento de identidad nacional es el más fuerte elemento vertebrador de los pueblos.

Excruciante sería que la amarga coyuntura española de la hora presente sirviera de ejemplo otra vez a una de las más claras y reiteradas lecciones de la Historia. Putin, político de raza y en camino de erigirse en el gran estadista de nuestros días, bien lo sabe.

*Catedrático