Durante el verano, época en la que nos figuramos estar a salvo de casi todo, la vida sigue con la misma fuerza que el resto del año y con todos sus contrastes. Así, mientras unos disfrutan de viajes, horas largas y tiempo libre en el campo o en la playa, otros se zambullen en la tragedia. De hecho, el verano siempre es propicio para rellenar con profusión las páginas de sucesos; quizá por el calor, que inflama el cuerpo y retuerce la mente. Aunque a decir verdad ahora cuerpos y mentes parecen estar arrebatados en todo momento, como demuestra el interminable y vergonzante goteo de asesinatos machistas (40 desde enero hasta el pasado domingo en España), crímenes antes llamados «pasionales» y atribuidos a un calentón de la sangre que poco menos que se justificaba por el ardor estival.

Pero suceden estos días en el mundo muchas más cosas teñidas de drama, como la angustiosa travesía de los inmigrantes del Open Arms, cuyo desembarco en el puerto de Lampedusa decretado por el fiscal de Agrigento -la única persona que ha obrado con sensatez en una situación delirante- está aún por ver si pone fin a la situación agónica vivida en el mar. El mismo mar que refresca las vacaciones de otros con mucha más suerte en la vida, aunque probablemente no son, no seamos conscientes de ello.

Sin embargo este agosto nos ha dejado un desgarro mucho más cercano, la muerte en una semana de dos indigentes en jardines de Córdoba, la primera en Los Patos y la segunda en la plaza de los Padres de Gracia, popularmente conocida como el Jardín del Alpargate debido a antiguas miserias que hoy vuelven a revivirse ante la iglesia de los Trinitarios.

Son dos casos muy parecidos: la misma soledad crónica -por más que fuera compartida, incluso en un solo colchón, con otros sin techo ni esperanzas-; el mismo desarraigo; la misma caída al abismo de la demencia, las drogas y el alcohol para no pensar o para soñar con imposibles paraísos; el mismo final de madrugada -muerte natural han dicho los forenses- bajo un firmamento estrellado lleno de falsas promesas. La misma enfermedad social llamada sinhogarismo, que será mucho más acuciante todavía en invierno, aunque al menos entonces la Casa Municipal del Acogida y la de Cáritas ampliarán sus plazas para salvar del frío a muchas más personas que viven al raso.

Ambos centros, junto al comedor de la Fundación Prolibertas y otras iniciativas sociales, funcionan a tope y con largas listas de espera. Mientras, el Ayuntamiento reconoce que, a pesar de las unidades de calle que realizan a diario un seguimiento al centenar de indigentes censados, queda muy lejos la solución a un asunto de ciudad, porque en el fondo nos atañe a todos y a todos debería revolvernos la conciencia, un problema para el que faltan recursos y sobran buenas palabras sin aplicación práctica.

Bueno es saber al menos que el área municipal de Asuntos Sociales anuncia la puesta en marcha de un plan integral de protección que incluye a las administraciones y colectivos implicados en la ayuda a los que nada tienen salvo un cielo no siempre protector. A veces familias con niños a las que se espera prestar resguardo en el futuro Centro de Emergencia Habitacional del antiguo Hospital Militar, pero eso será ya el año que viene. De momento, lo que cabe esperar es que los agentes con algo que decir y sobre todo que hacer al respecto se apliquen cuanto antes a la tarea, sin demagogias ni politiqueos. Porque cada muerto en la calle es un fracaso de todos, y resolverlo un deber de justicia social que a todos nos concierne. A ver si acabamos el verano en paz.