Desde los días de la Antigüedad grecolatina, la oratoria es sentimiento, hondura conceptual, belleza y … técnica o --según vocablo reverenciado en nuestro tiempo-- metodología.

De todos los términos antedichos, el último es hodierno el más abierto a la polémica. Incluso de oradores de expresión torrencial e inembridable a la manera, en los lares hispanos, de D. Emilio Castelar, D. Niceto Alcalá-Zamora o D. Juan Vázquez de Mella, se cuenta que se aprendían de memoria los textos más tarde pronunciados en las Cámaras parlamentarias, conferencias o mítines propagandísticos ante las asambleas y círculos de sus respectivos partidos. De acuerdo con la divulgada sentencia de que ninguna improvisación supera a la aprendida par coeur, circulaban por los viejos y buenos manuales consagrados al estudio y análisis de la oratoria política diversas anécdotas atañentes al recitado frente al espejo de discursos que marcaron época en los Parlamentos más renombrados del mundo. Desde el Westminster de los Pitt hasta el de los Disraeli y Gladstone; desde las tribunas revolucionarias de Danton, Robespierre o Marat; desde los palacios de El Quirinale o de la Madonna de Crispi o Giolitti; desde, en parámetros peninsulares, el palacio de San Bento de Sidonio Paez y Salazar, y el madrileño de la Carrera de San Jerónimo de D. Práxedes Mateo Sagasta y D. José Mª Gil Robles, no pocos discursos arrebatadores o demoledores que hicieron caer a un gobierno todopoderoso o instauraron un régimen, se aprendieron parcial o íntegramente por su emisores antes de pronunciarlos. En la ebullente Sevilla de la pre-transición era fama entre los jóvenes políticos que uno de los más destacados de entre ellos, Alejandro Rojas-Marcos, tribuno de raza, en su publicitada admiración por J. F. Kennedy, ensayaba a prima hora de una jornada maratoniana todas las charlas y discursos que luego habría de exponer,.

Y, a todo esto, ¿en qué rango tenemos que situar a D. Manuel Azaña? Se afirmó, y no por pluma envenenada y vitriólica, sino elogiosa que su texto hablado más deslumbrante e impecable de fondo y forma, el segundo de sus dos «discursos a Campo, abierto» --el de Comillas, barriada extramuros entonces de la Villa y Corte, postrimerías de mayo de 1935--, no pasó de ser en toda su grandeza una rememoranza de lo escrito sub umbra chartorum en su residencia particular del madrileño barrio de Salamanca. Sin descartarlo ni pretender sentar plaza de azañólogo, el anciano cronista tiende a negarlo. Un discurso de tal glamour, de verbo tan centelleante y enérgico capitaliza todas las energías internas de la persona; y moviliza sin posible freno el hondón más íntimo y recóndito del ser humano. Antes de conmover a los oyentes provoca el paroxismo emocional, psíquico y, a las veces, hasta el físico del propio orador. El no menos celebrado de Paz, Piedad, Perdón, pronunciado por D. Manuel cuando la contienda enfilaba su recta final -18/julio/1938-, constituye igualmente una obra maestra del género y merecería que los adolescentes de todo el país, aun sin entenderlo íntegramente en el Bachillerato evanescente y delicuescente de la Sra. Celáa y su equipo de acrisolados e innominados «expertos», se lo aprendieran, sí, de memoria.

* Catedrático