Hace ya algunos años que siento que nos han robado los patios. El turismo todopoderoso, gestionado por unos representantes más preocupados por el orden dominante que por el amoroso de la vida, ha convertido mayo en una especie de parque temático en el que todos nos convertimos en masa que fotografía con el móvil. Una masa en la que los individuos solo importamos para ser contabilizados y formar parte de una estadística. Una pieza más en una larga cadena de montaje que suma para un producto final que no sé bien quién venderá y que en todo caso dará regocijo a los mercaderes. Un número, así me sentí cada vez que el vigilante de turno le daba al click que me convertía en argumento para un nuevo record, en pretexto para instituciones que solo entienden el desarrollo en clave económica, en una especie de aval para que los empresarios gozosos sigan contratando a camareros y camareras de forma precaria.

Aunque es cierto que tengo la sensación de que estos patios de mayo no son los que un día me sedujeron, todavía me queda un lugar donde consigo reencontrarme con las esencias. Con el tiempo lento y sereno que supone adentrarse en un espacio en el que parecen no regir las reglas de afuera, en el que uno puede soñar con un horizonte ecofeminista, en el que tienen tanto valor o más que las flores las palabras que tejen diálogos. Aunque sé que no necesito que llegue mayo para refugiarme en él, en esta época del año siempre cumplo fielmente el ritual de volver al patio de Rafael Barón para oler esos perfumes que tanto me cuentan de la Madre Tierra, del cielo posible en el que él cree, de las plantas que tanto me recuerdan a las manos de mis abuelas. Siempre que me adentro en el número 2 de la calle Pastora es como si dejara atrás la pesada mochila de los días y así, prácticamente desnudo, como todas y todos estamos cuando llegamos a la vida, me adentrara en un paraíso sin serpientes. El edén urbano en el que es posible que convivan todos los colores del arco iris, sin fobias, todos los orígenes y todos los horizontes, sin tolerancia ni jerarquías. Porque en el patio de Rafael todo se vuelve horizontal y resulta fácil conversar y trazar puentes, como si en lugar de adversarios fuéramos arquitectos empeñados en unir orillas.

Cuando la fiesta de los patios se ha convertido en una larga cola de visitantes hambrientos de selfies, y cuando apenas nada queda de lo que algunos pensamos que merecía ser patrimonio de la Humanidad por lo que suponía de modelo de convivencia y no de escaparate, huyo del click que nos deshumaniza y me refugio en la casa de quien ha entendido que la hospitalidad es una norma ética. Y que solo desde ese sentido extremo de la generosidad que supone abrir tu espacio privado, siempre tan femenino, para que sea de los demás y por tanto se haga público/democrático, es posible seguir construyendo ciudadanía. Porque ese es al fin el sentido último que acabo (re)descubriendo en ese rincón de la calle Pastora: el aliento estético y ético que necesitamos para vivir en democracia, la armonía que ha de ser tejida entre y por los diferentes, la paz que calma la sed de quienes estamos demasiado presionados siempre por las expectativas que nos interpelan para convertirnos en exitosos. En el patio de Rafael Barón, al que siempre vuelvo con la inocencia del que lo descubre por primera vez, es fácil descubrir que el verdadero éxito reside en abrir los armarios y aprehender que lo personal es político. Como parecen decirnos esas flores republicanas con las que este año Rafael me ha hecho un guiño y que tanto me cuentan de los patios en que mis abuelas aprendieron el sentido de la vida leyendo en las plantas lo que un mundo de hombres no les dejaba leer en los libros.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO