Hace poco tiempo he leído, no sin cierto asombro, que las nuevas tecnologías vinculadas al mundo virtual, al Internet, que tendrían que haber nacido para facilitarnos la vida, producen mayor índice de estrés del que cabía esperar. En jóvenes, en adultos, hasta en niños desde muy temprana edad, que ansían llegar a sus vacaciones para disfrutar durante mucho más tiempo de sus plays, de sus ‘fornites’, de sus ‘instagrames’, etc., etc. Ellos, sin un determinado control parental, se podrían pasar las largas horas del estío pegados literalmente a su Android sin que les importara excesivamente qué acontece en el mundo que, hasta ahora al menos, denominamos real. O, dicho e otra forma, la práctica totalidad de la realidad que ellos reconocen debe necesariamente pasar por el filtro de sus redes sociales. Bien, podríamos seguir largo y tendido profundizando en este asunto que, dicho sea de paso, ya ha derramado ríos de tinta alertando de los serios peligros que conlleva el uso excesivo del mundo virtual en los jóvenes. Pero hoy me quiero detener en el mundo de los adultos, para el que parece que este mundo virtual no representa peligro alguno bajo la sospecha o la suposición de que somos capaces de controlar absolutamente todo lo que rodea a esta nueva forma de ver el mundo, a esta nueva manera de comunicarnos, de expresarnos, de escuchar a los otros. Si acudimos al origen de este invento, que parece anclado en la segunda mitad del siglo XX, sin importarme ahora demasiado si fue durante la Segunda Guerra Mundial o algo más tarde por simples cuestiones tecnológico-científicas, está claro que su objetivo fundamental era conseguir una mayor rapidez en la comunicación y como consecuencia tener más tiempo libre en el mundo real o poder actuar en el mundo real con mayor celeridad de la que ofrecían otros sistemas de comunicación más ancestrales. Pues parece que el efecto, con el paso de los años, se ha tornado en todo lo contrario. La rapidez de la comunicación no nos ha liberado en absoluto de la necesidad de estar sumidos dentro de ese mundo virtual; antes bien, hemos descubierto que la rapidez comunicativa nos permite multiplicar indefinidamente el número de comunicaciones simultáneas que a través de este mundo podemos realizar. Es más, como hace poco leí en una de las últimas publicaciones, hasta el momento, de Emilio Lledó, conocer ya no es leer en el mundo real sino mirar o ver en el mundo virtual (cualquier texto en el mundo virtual es susceptible de ser mirado); con lo que parece que hemos cumplido uno de los grandes ideales platónicos que consistía precisamente en eso: mirar para saber. Hemos sido capaces de ir adaptando nuestros ojos a la cegadora luz del Internet aunque, y tampoco voy a profundizar ahora en eso, puede que nos estemos acercando mucha más a la ignorancia que a la sabiduría. Solo recordaré una de las máximas conversacionales del filósofo Paul Grice en la que nos advertía del serio peligro que conlleva un exceso de información. El mundo real está para mirarlo en sí mismo. Internet no se ha inventado para que vivamos allí. Ahora, en tus vacaciones, descansa también del mundo virtual, de tus redes sociales, de tus incontables mails. Tómate vacaciones también de todo ese entramado de relaciones, aunque corras el riesgo de volver a acomodar tus ojos a un simple amanecer que apenas te ofrece más información que la belleza que jamás te puede dar la pantalla de un móvil o de un ordenador. No te preocupes, a mediados de septiembre y aunque al principio vuelva a cegarte la luz de la pantalla, enseguida volverás a sentirte de nuevo robotizado. Eso sí, cuídate bien de no perder nunca de vista quién eres.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea