SSi existe una profesión no del todo bien comprendida hoy en día, cuando se han invertido tantos valores tradicionales hasta alumbrar un mundo que a muchos nos parece caminar del revés, esa es la docente, que además de un intenso cursus formativo requiere de firme vocación, dado su alto nivel de exigencia, el desgaste que implica, y la falta de consideración social que en muchos casos comporta. Tal semblanza puede hacerse extensiva a la Universidad, que estos últimos años está haciendo grandes esfuerzos por tratar de forma paritaria gestión, investigación, docencia y transferencia, de manera infructuosa hasta el momento, pues a día de hoy lo que sigue otorgando de verdad prestigio en ámbito universitario, y por tanto suele representar la parcela más demandada y atendida, es la investigación. Esto explica (aunque no justifica) que algunos de los más reputados investigadores apenas pisen el aula, adornados por cierto aura de excelsitud e inaccesibilidad que les lleva a considerar una solemne pérdida de tiempo preparar guías docentes, pasar tutorías, impartir docencia, hacer y corregir exámenes, o ayudar a los alumnos en sus cuitas cotidianas. A veces, incluso, se mira con desdén y recelo a quienes anteponen la docencia a sus otras obligaciones. El profesor universitario ideal es, pues, aquél que consigue cierto equilibrio entre las cuatro facetas de su dedicación potencial, aun a costa de entregarles doce o catorce horas diarias todos los días del año; porque si algo caracteriza a la profesión universitaria es su inagotable voracidad. Sea como fuere, la propia semántica de la palabra profesor implica el componente de enseñanza y transmisión de conocimientos (también de ejemplo); de ahí que si algo cabe exigir a quienes ejercemos como tal en la Universidad es que lo seamos sin regatear implicación, con brillantez y todas las consecuencias.

Todo esto abunda en la extraordinaria oportunidad de la experiencia que, de forma pionera, se celebra desde hace algunos años en la Facultad de Filosofía y Letras, y a la que eventualmente tuve ocasión de asistir por primera vez el pasado día 11 de mayo, fecha de su última edición. Hablo de la Gala de entrega de los Premios Cardenal Salazar, instituidos por el Consejo de Estudiantes de la Facultad en colaboración con el Decanato para reconocer y honrar, siempre en positivo (algo de verdad encomiable) la labor docente del profesorado. En un acto bien organizado, repleto de ingenio, sentido del humor y respeto, y animado por artistas y creativos de gran talento, los alumnos lucen sus mejores galas para otorgar, con cierta estética televisiva, organizadas por titulaciones y a partir de un número previo de nominados, distinciones al mejor departamento de administración y servicios, a la mejor guía docente, al mejor profesor novel, al más cercano, al que mejor cumple los plazos, al que más sabe de su materia..., y, finalmente, al mejor profesor, en absoluto, categoría que engloba todas las anteriores y que, huelga decirlo, representa el súmmum de la docencia. Fue, de verdad, una gala chispeante, animada y divertida, a la que asistí, de entrada, un poco escéptico, pero de la que salí convencido de su necesidad; porque esto también es otra forma de hacer Universidad, de que los alumnos se impliquen, de que nosotros y ellos nos sintamos parte de un proyecto común y único, contribuyendo de paso a contrarrestar el individualismo tan feroz que nos consume. Son premios de una gran trascendencia por venir de los estudiantes, razón de existir para los docentes de vocación, de aquéllos que un día soñamos con ser maestros en el sentido más amplio de la palabra: es decir, profesores que enseñan no solo conocimientos, sino también actitud y un modelo de vida, y lo hacen dentro y fuera del aula. Me sorprendió mucho que fueran laureados algunos con fama de estrictos, duros y rigurosos entre los alumnos, lo que indica por parte de éstos un ejercicio de humildad, coherencia y madurez sorprendente. Que sepan reconocer y premiar la entrega por encima de la exigencia habla tan bien de ellos que me llena de esperanza. Enhorabuena, pues, a todos los ganadores y nominados; a los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras por demostrarnos que se puede hacer Universidad también fuera del aula, y a nuestro Decano saliente, Eulalio Fernández, por su impagable labor de los últimos años. Obviamente, esta es sólo la parte más festiva de nuestro día a día. De hecho, conviene no olvidar la infinidad de problemas y limitaciones que nos aquejan, los densos nubarrones que ensombrecen el futuro, pero todo será menos difícil si lo abordamos desde el compromiso y de manera colectiva.

* Catedrático de Arqueología UCO