Hace una veintena de años escribí un artículo sobre un grotesco y recordado episodio digno de perpetuarse en el anecdotario de la ciudad. La calle Córdoba de Veracruz iba a realzarse con un busto de Lázaro Cárdenas, aquel presidente de la República Mexicana que acogió a tantos exiliados de la II República. Y qué mejor invitado para descubrir la imagen que el hijo del homenajeado: Cuauhtémoc Cárdenas también era un prócer de México. Su nombre solía barajarse como presidenciable, y más cuando fue uno de los primeros políticos en emanciparse del poderoso abrazo del PRI. Al descorrer el cortinaje, esa aura le permitió decir ante los presentes, quedo y aguantando el sonrojo, que ese rostro no era el de su padre, sino el de Benito Juárez, casi diríase el Lincoln de los mexicanos. En tiempos de valses y polonesas, Juárez cercenó otra invasión europea: el capricho de Napoleón III, que colocó como títere de su delirio azteca a Maximiliano de Austria.

Partiendo del pedigrí de su rango --en esa época aún retumbaba la impronta de los Habsburgo-- puede decirse que pocos personajes de la Historia se han prestado de manera tan prístina a ejercer de tonto útil. Maximiliano I fue vencido y capturado por las tropas juaristas. De nada le sirvió su reputadísima estirpe, pues acabó ante el pelotón de fusilamiento, junto a dos generales leales, oriundos de ese país lindo y querido.

Aquel émulo de Hernán Cortés, con pálida piel de guiri pelagambas, pareció llevarse a la tumba una crónica bufa. Famoso es el cuadro de Manet que lo inmortaliza ante las balas con un sombrero charro; una escena que, más que a la conmoción o al horror, casi invita a la charranada. Mas no fue precisamente esa su pose ante sus verdugos. Hay un daguerrotipo, lejano pero al mismo tiempo probatorio, que evidencia cómo Maximiliano descubre con ambas manos su pechera, señalando el final de trayecto de los proyectiles.

Evidentemente, no podemos pedirle al exministro Zoido ese hieratismo heroico. Más que nada, gracias a Dios y sobre todo a la voluntad de los españoles, porque hace cuarenta y cuatro años que no se estilan en este país los paredones; el último llorado por el alba de Aute y perpetrado por la obcecación de un dictador que agonizaba. Ni siquiera había una sombra acusatoria sobre el dirigente sevillano, pues su declaración en este Juicio del Siglo lo hacía en calidad de testigo. Pero, por si acaso, los flancos de las responsabilidades, que se evacuasen por el canalón de los endosos. Un Estado clamando en sus horas graves por una amenaza de cesura, y un ministro de Interior que en su declaración testifical, no es que imite metafóricamente a Maximiliano, sino que musita que la activación de las cargas policiales fue una decisión de los operativos. La gran aportación de Zoido es engrosar con un nuevo vocablo la lista de los conceptos jurídicos indeterminados.

Los operativos son el negativo de los bienaventurados, el lavatorio de esas culpas que solo pretenden enfangar a los mandados; la versión milenial de esas levas que ya no mandan al frente de guerra a los pobres y a los contestatarios, pero convierten a uniformados de pírricos trienios en los tercios de nuevas inoperancias. Con ministros como estos solo faltaría invocar a Fernán Gómez en el Supremo para fundamentar una rebelión de ninguna parte. Maximiliano intentó la extrañeza de bailar piezas de los Strauss en Querétaro. A Zoido le bastarían guitarrones de mariachis, mismamente para decirle: Jalisco, no te rajes.

* Abogado