Hacía mucho tiempo que se lo merecía, y por fin ha llegado... a lo grande. Nada menos que un mes, este de octubre, dedicado a ensalzar la figura y la obra de Rita Rutkowski. Cierto que no lo ha propiciado ninguna institución, pero quién las necesita cuando se tienen más amigos y admiradores de los que uno pueda imaginarse. Porque la ilustre pintora, flor de otro mundo nunca del todo adaptada a este, pensaba que no se la quería en esta Córdoba que adoptó por suya hace sesenta años, pero no es así. Lleva razón al quejarse de que su obra no se ha difundido lo suficiente. Pero iniciativas como la que ha partido de un grupo culturalmente inquieto capitaneado por Anna Freixas no abundan. Hay debates -ayer se celebró uno en Amasce y con otro se cerrará el ciclo el 31 en La República de las Letras-, sesiones de cine, que es su otra pasión, y alguna sorpresa. Sin embargo, no es la primera vez que esta Córdoba desdeñosa a la que tanto ama y tan poco entiende reconoce su valía no solo como pintora, sino como intelectual íntegra e insobornable. Han sido varias -no muchas pero sí de gran calado- las exposiciones monográficas que han llevado su firma. Y en el 2017 se hizo realidad uno de sus mayores deseos, el de ver a salvo de olvidos y otras erosiones del tiempo una parte de su obra, acogida con honores en el Museo de Bellas Artes bajo el paraguas de la oficialidad. Son logros que a Rita, mujer inconformista y en constante reto consigo misma como artista y como persona, le han sabido a poco, pero que, bien mirado, no es escaso balance en una ciudad no especialmente sensible con los creadores, sobre todo, suele lamentar, si no son jóvenes.

Aunque a ella le gusta cultivar el misterio y suele decir que es la obra la que debe hablar del artista y no las palabras, recordaré que Rita Rutkowski nació en Londres en 1932, pero al año siguiente emigró con su familia a Nueva York, que sigue siendo en la distancia su «ciudad dorada». Una urbe gigantesca y modernísima a ras de tierra y gótica en su línea del cielo que Rita ha pintado miles de veces en todos sus símbolos y perfiles, quizá para sentirla más cerca y matar de este modo la nostalgia. Trabajadora, tenaz -hasta el punto de que un día sin acudir a su estudio es una frustración- y de una curiosidad insaciable por todo lo que la rodea, empezaba a destacar en los medios artísticos estadounidenses cuando, tras nutrirse de las fuentes clásicas en Italia, recaló un buen día de 1959 en Córdoba, sin saber que aquí iba a echar raíces para siempre. En esta ciudad encontró el amor -prolongado en cuatro hijos- y una belleza monumental apabullante con la que nutrir su sensibilidad, que es tanta como su coherencia y su fidelidad a sí misma. También encontró una forma relativamente pausada de entender la existencia que unas veces comparte y otras la exaspera, sobre todo en lo que toca a una gestión de la cultura que, inconformista y protestona como es, considera manifiestamente mejorable. Y es que Rita es mujer acostumbrada a abrir sendas en solitario desde que trajera a la Córdoba clásica, la de siempre, el aliento cosmopolita de las vanguardias neoyorkinas y aires de libertad desconocidos en aquellos años sesenta en los que la modernidad, si acaso, viajaba en un Seiscientos. Desde su llegada, contra viento y marea, mantuvo un imperturbable activismo cultural y un compromiso ciudadano a los que continúa aferrándose a los 87 años. Y aquí sigue, a pesar de incomprensiones y desarraigos. Optimista y vitalísima, intentando que el andador en el que se apoya no frene sus pasos y sus ilusiones, que renueva incansable cada mañana con la misma pasión que sigue poniendo en sus cuadros. Te queremos, Rita.