La tarde del 7 de noviembre de 1966, al igual que otros días, bajé a jugar al fútbol en mi calle. Siempre había alguien con quien compartir un partido y además en aquellos años los coches no interrumpían el juego. Zancadilleado, tuve la mala fortuna de caer sobre mi brazo izquierdo y acabé aquella noche en una clínica donde me operaron el codo. El médico debió verme inquieto, pues quiso tranquilizarme, pero en realidad lo único que me preocupaba era que al día siguiente tenía que ir a clase porque no podía faltar a un examen, por supuesto no lo hice ese día y el profesor comprendió mi ausencia al verme aparecer con el brazo escayolado. Recuerdo que mientras esperaba para entrar al quirófano mi padre me dijo que me iban a operar justo el mismo día en que cayeron las bombas en Cabra, algo que ya le había oído contar en alguna ocasión, así como a mi madre y a mi abuela paterna. Aquel acontecimiento trágico de 1938 siempre fue recordado entre la población, y sus víctimas recibieron más de un homenaje. Todo el mundo era capaz de contar algún testimonio acerca de lo acontecido aquel día, bien porque lo viviera de manera directa o porque se lo habían transmitido sus familiares. Y es un ejercicio sano desde un punto de vista colectivo recordar a aquellas víctimas, sin embargo no se hablaba de los que murieron ejecutados sin mediar juicio ni haber cometido ningún delito, es más, cuando en los años 70 algunos jóvenes empezamos a preguntar sobre qué había ocurrido en nuestro pueblo durante la guerra, la respuesta era que no había pasado nada.

El pasado jueves se cumplieron ochenta y tres años del golpe de estado contra el gobierno legítimo de la República. La victoria de los golpistas dio paso a una ceremonia permanente de recuerdo de sus víctimas, a la vez que al menosprecio, al silencio y al olvido de todas las demás. Aún mantienen el menosprecio ciertos grupos de pseudohistoriadores, razón por la cual solo merecen que los ignoremos quienes nos queremos acercar al conocimiento del pasado con rigor, pero con ser eso algo importante, aún tiene mayor trascendencia social, colectiva, la práctica del silencio. Yo mismo, a pesar de haber oído contar muchas veces el episodio del bombardeo de Cabra, no sabía que mi abuelo materno fue fusilado en El Rubio (Sevilla) en el mes de agosto de 1936 y que sus últimas palabras fueron un viva a la República. Me enteré de su muerte cuando consulté el Registro Civil y me lo encontré como fallecido «a consecuencia de la fenecida lucha contra el marxismo» en su inscripción, pero la misma no se llevó a cabo hasta 1943, cuando mi abuela necesitó demostrar que era viuda. Durante todos esos años ni mis hermanos ni mis primos ni yo supimos qué había pasado con el abuelo. Al conseguir silenciar los hechos, el franquismo obtenía una victoria, pues así lograba la consecución del siguiente paso, que era el olvido.

Estas colaboraciones, no por casualidad, llevan la denominación de ars memoriae (arte de la memoria), entendido en un sentido que va más allá de la nemotecnia, y que, como nos indicara Paul Ricoeur, puede ser analizado en relación con el ars oblivionis (arte del olvido). Y la guerra civil, en sus diferentes dimensiones, también la de memoria y olvido, debe estar en nuestro día a día, porque se trata de un acontecimiento que ha marcado la historia del siglo XX español. No es comprensible la actitud de quienes no paran de evocar y rememorar lo sucedido hace cientos de años al tiempo que, con el argumento de no resucitar viejas heridas, piden la superación de lo acontecido en 1936 por la vía del olvido. Como nos dice Ricoeur, «si puede invocarse legítimamente una forma de olvido, no será la del deber de ocultar el mal, sino de expresarlo de un modo sosegado, sin cólera». A eso debemos dedicarnos los historiadores.

* Historiador