Tras el triunfo contundente del mayo cordobés pienso que, sobre todo, lo que trasluce no es tanto el exorno de las cruces, ni el ruido de la música, ni la bondad de nuestros caldos en su cata, ni la manifestación desbordada de la primavera, ni la belleza de los patios o de las carrozas engalanadas para las romerías. Todo ello no es más que un pretexto, y lo que firma el éxito rotundo de estas fiestas es su carácter colectivo y social, es la necesidad de pararnos y comunicarnos. Estos días rompen la dictadura de las agendas, cambian las prioridades cotidianas, imponen el contagio social frente a la epidemia del individualismo, nos vacunan en la alegría del cuerpo a cuerpo, frente al pesimismo catastrofista y las crisis de todo pelaje.

Hace varias semanas, leía una entrevista al escritor Antonio Muñoz Molina que promocionaba Tus pasos en la escalera, novela de suspense psicológico en la que la memoria, la razón y el miedo son los elementos que determinan la realidad tangible. Me llamó la atención su discurso sobre la velocidad con la que vivimos. Hay un prestigio de la acción y la inmediatez que me parece exagerado, señalaba este Premio Nacional de Literatura, y Princesa de Asturias de las Letras. ¿Para qué corremos tanto?, se pregunta... Esto me recordaba al periodista británico Carl Honoré que hace años publicó un best seller llamado Elogio de la lentitud, convirtiéndose este gurú antiprisa en uno de los máximos teóricos del movimiento slow, esa corriente cultural que propone cambiar nuestro ritmo de vida y tomar el control del tiempo. Y a las cruces, a los patios o a la feria, se va sin prisa y acompañado.

Hoy que vivimos en la era del internet 5G y la fibra óptica a la cabeza, de los aviones supersónicos, de la consulta médica de 5 minutos, con engendros como el azucarillo de disolución ultrarrápida para ejecutivos que no tienen tiempo de remover su café de la mañana, o la misa drive-through, una especie de funeral exprés al uso en Estados Unidos que consiste en colocar el ataúd a la entrada de la iglesia para que la gente pase en sus coches y desde allí tire una flor, se despida del difunto y salga pitando. En la era de la comida rápida, de las relaciones exprés, de la sociedad líquida como señala Zygmunt Bauman, las fiestas del mayo cordobés se antojan como un reducto de rebelión de la necesidades humanas, como una barricada del antropocentrismo frente al dios tecnológico, como una reivindicación a las verdaderas redes sociales frente al agujero negro del monstruo digital. Queremos pertenecer a esas comunidades que tienen la bandera de la red «Cittá slow», antes que a esas grandes urbes donde la gente camina atropelladamente por las aceras, café largo en mano, siempre tarde, quizás hacia algún metro a punto de salir.

Reivindicamos el mayo cordobés, más que por la belleza de sus eventos, o por lo que aporta de enriquecimiento a una economía maltrecha como la nuestra, que también, porque es el mejor antídoto frente a los ansiolíticos y al tranquimazín, porque sigue siendo un oasis de autoencuentro, un chute de empatía, la última trinchera ante el tsunami de una vida virtual y acelerada, de vértigo.

* Abogado y mediador