¿Puede el amor salvarnos de nosotros mismos, o es una condena hacia el pasado? Es lo que parece preguntarse Juan Manuel de Prada en su última novela, Lucía en la noche. En esta edad de piedra que vivimos para las emociones que no puedan medirse en Instagram, entre el griterío político y una especie turbia y humanísima de perpetuo desánimo por lo que hemos perdido --ese mundo de ayer que podía degradarse muchísimo más de lo que presagió Stefan Zweig--, un hombre se enamora. Hace tiempo ya que se ha perdido a sí mismo, hace tiempo ya que se ha rendido a su versión más menesterosa: tras haber olvidado la brújula de su vocación juvenil, ese paraíso de los sueños posibles, ahora se arrastra por las televisiones como contertulio de la trágica mojiganga. Sin embargo, este hombre se enamora: en un lugar que bien pudiera ser el Toni-2, aunque no se especifica, un bar de noctámbulos con largo piano de cola y mujeres cantantes de cera que aún parecen vivir su último cuplé, aparece Lucía. Desgarbada y sin embargo armónica, con una suerte de ligera y graciosa asimetría en las facciones que las vuelven atractivamente angulosas y unos ojos profundos como un estanque en calma. Aparece no tambaleante, sino al ritmo de una canción: el título de esa canción también irá midiendo parte de la trama de Lucía en la noche, porque aquello que parece estar hecho a la medida exacta de nuestra concepción del amor se nos puede escurrir súbitamente entre los dedos o nos puede explotar en la retina como un avión envuelto en su bola de fuego al estrellarse.

Hasta aquí, podría parecer que estamos ante una historia más o menos convencional, es decir, tipo Romeo y Julieta o Casablanca, por citar dos cimas que han configurado nuestra manera de mirar y sentir el amor; sin embargo, el chico conoce a chica se vuelve aquí más complejo a través de un doble viaje entre el pasado, el presente y el futuro que se vislumbra. La fase del cortejo digamos que se enfrenta, a través de una estructura muy lograda y con varias perspectivas, a su acabamiento, de manera que asistimos a ese tierno brillo inaugural al mismo tiempo que nos convertimos en testigos dolorosos de su terminación. ¿O no hay terminación? Toda la estructura, la intriga y hasta el punto de thriller delicadamente íntimo, y a la vez absorbente, rinden un sutil homenaje a Alfred Hitchcock y a una de sus más célebres películas: Vértigo, conocida también como De entre los muertos. Aquí no tenemos a Kim Novak, pero sí la bruma verde de las ensoñaciones vertidas al acecho de lo que no poseemos. Y descubrimos un personaje más poderoso que Kim Novak: Lucía, la musa que aparece en la noche leprosa en la que nos perdemos a nosotros mismos entre nieblas etílicas para decirnos que la redención aún es posible, que todavía podemos tocar el retazo del sueño que dejamos atrás, arrinconados por nuestra avaricia de vivir, porque su brillo de ángel salvador nos protegerá siempre.

Es muy difícil hablar de Lucía en la noche sin desvelar parte de su trama, y hasta aquí puedo escribir. Estamos ante una de las novelas más exquisitamente líricas de la última producción de Juan Manuel de Prada, pero con la variante negra o policial en su escritura. Hay una elaboración de espacios y personajes --como el filólogo psicópata Felipe Valiente, en su viejo chalé fantasmagórico, con una madre inquietante que vierte en todo el cuadro un cierto reflejo con el mundo febril de Norman Bates-- que te hacen zambullirte en esa sucesión de indagaciones y escenarios, de dudas que conducen hacia la verdad oculta que puede destruir el último rescoldo de lo que un día tuvimos. Por salvar el amor, estamos dispuestos a desenmascararlo. Por salvar el amor, moriremos por él.

Lucía en la noche es una novela de lectura eléctrica y belleza poética no solo en la página o el párrafo, sino en toda la atmósfera que nos va reclamando para integrarnos en un vértigo propio. Cuando la inmediatez parece ser el único valor que se contempla, con una literatura de usar y tirar, Juan Manuel de Prada recupera algunos personajes de su anterior novela --Mirlo blanco, cisne negro, también en Espasa- para hablarnos del amor como condena y salvación de una vida que al fin merece ser vivida en su verdadera plenitud, aunque ésta sea la plenitud de la pérdida. El protagonista, Alejandro Ballesteros, es ya un trasunto del autor que nos muestra las ascuas, la llama y la ceniza de las emociones verdaderas, para las que no hay tiempo, porque cuando se ama con verdad sólo queda el fulgor.

* Escritor