Una ilusión eterna, o que por lo menos renazca en el alma de vez en cuando, no sólo está muy cerca de la realidad, sino que sin esa realidad no se puede vivir, y en estos días que estamos viviendo en los que parecen haber muerto las ganas, las ilusiones y casi la vida, caigo en la cuenta de que no son las fiestas, los regalos, las explosivas alegrías las que provocan bellos e ilusionantes días a los seres humanos. No, a pesar de la tremenda desgana de vivir que tal vez no invada cuando nuestras calles están desiertas, cuando no podemos pasear por un jardín o salir al campo o ir de compras y parece que estamos soñando en un planeta muerto, nos queda viva la imaginación, las ganas de comer, de ver la tele..., estamos vivos, luego, tenemos capacidad para renacer alguna pequeña ilusión que inventemos y hagamos realidad. Y sí, hay que poblar la vida de ilusiones. Hoy estoy convencida de que los sueños, casi siempre, hay que crearlos. La vida es un zigzag de altos y bajos que nos vapulean de un momento a otro sin intermedios. El almanaque se eclipsó un día de marzo y allí sigue como si el tiempo, los días, tocados por el hada mala hubiesen quedado dormidos, pero esta paralización de todo no debe poder con nosotros. ¡Que no, que no debe asustarnos este fantasma del virus que parece querer devorarnos en fechas, como la Semana Santa pasada, como ferias y fiestas. Hagámonos felices, considerando que la ilusión procede de un manantial interior del que podemos beber siempre. Si lo ignoramos, llegará a ser pozo seco, montón de ruinas. Un pequeño esfuerzo, amigos: ¡Mirad al cielo y comprobad que ahí siguen las estrellas, juguetes eternos de nuestros ilusionados sueños! Nos toca transmitirlos, pero si nos perdemos en nuestras ya manidos recuerdos, estaremos haciendo de las ilusiones más jóvenes, flores marchitas. Ahora que todo se etiqueta, expreso la mía favorita para este tiempo, y no solo para mí sino para el mundo entero, en una sola palabra: ilusión.

* Maestra y escritora