Me produce una tremenda rabia y pena ver al rey emérito empantanado en todos esos asuntos. Yo era un niño cuando llegó al trono y asumió la Jefatura del Estado. Recuerdo su gesto serio y preocupado; era consciente de la inmensa carga que se le venía encima. Aún es pronto para saber con exactitud qué ha pasado durante todo este tiempo: hasta dónde llegó en su servicio a España y si cruzó la delgada línea de la ley para obtener un beneficio personal indebido. Pero mi impresión general es que no tenía necesidad de nada de eso. ¿No basta con el inmenso honor de haber sido el rey de España?

Es la cruda condición humana. La inmensa mayoría de las personas, independientemente de nuestro linaje y nuestra crianza, somos así de simples. Vemos un caramelito, nos gusta, y lo queremos. En ese momento no nos acordamos de nadie y de nada. Es la petit morte de la que hablan los franceses. Nuestra conciencia y la conexión con los sentidos se desvanecen. El mundo entero se reduce a ese caramelo tan apetitoso. El profundo arraigo de ese rasgo de la condición humana explica que desde las personas más infantiles y más sencillas hasta las personalidades más inteligentes, ilustres y poderosas acaben sucumbiendo a su primitiva humanidad.

Ya he dicho en infinidad de ocasiones que no se puede uno fiar de nadie, ni de uno mismo; que la única manera de asegurar el cumplimiento de la ley es controlar el buen hacer de cualquier persona en quien se deposita cierta responsabilidad. Es una locura entregar por completo la confianza. Y una locura aun mayor regalarle la inmunidad. Y eso vale para un niño al que se deja solo en una habitación con una caja de caramelos que no son suyos, pero también para un estudiante que hace un examen, un trabajador en la soledad de su despacho, un concejal de urbanismo, un presidente del gobierno, un rey o el Santo Padre. Como bien se sabe en el mundo de la neurofisiología y el neuromarketing, la inmensa mayoría de las decisiones en la vida de una persona son impulsadas por la emoción, aunque luego se justifiquen a posteriori con argumentos de la razón.

¿Qué hacemos ahora con el rey emérito? Yo, en su lugar, sería sincero, asumiría la responsabilidad por cualquier acto impropio, si lo ha habido; y pediría perdón, como ya lo ha hecho en otras ocasiones. Y si ha habido un enriquecimiento ilícito o inmoral, o simplemente si lo parece, devolvería ese dinero a los españoles. Si el rey emérito no sigue ese camino, no hace falta recordar que la ley es y debe ser igual para todos.

Dicho todo eso -algo que, por otra parte es de absoluto sentido común-, también pienso que nuestro rey emérito ha sido una pieza fundamental para la estabilidad de nuestro país y para su progreso en términos generales. Y ese mérito no se le puede ni se le debe quitar, por hacer leña del árbol caído. Los fariseos, esos que decían que nunca serían casta, y ahora lo son; esos que se creen que la condición humana de la que hablaba más arriba no les afecta a ellos, ya llevan tiempo empuñando el hacha. Y no es el momento de dar jaques al rey.

En un estado de alarma sanitaria y gravísima crisis económica como el que vivimos, sin olvidar la viva amenaza del independentismo, creo que sería terrible embarcarse en cambios de régimen. La estabilidad política y la paz social son esenciales para la economía. Ahora, lo que necesitamos es trabajar lo más juntos que podemos para salir de esta lo mejor posible. Un cambio de régimen requiere un debate sosegado, sin prisas. Las ideas de cada cual están ahí, y es cierto que desde hace mucho tiempo; lo que explica la ansiedad de algunos. Y también es cierto que no deberá hurtarse a los ciudadanos el derecho a decidir sobre algo tan importante. Un referéndum sobre la monarquía y la república deberá tener su momento. Pero ese momento, aunque no debería ser muy tarde, tampoco puede ser ahora.