La fragata tiene el nombre de Méndez Núñez (el héroe de El Callao); hace tan solo unos días formaba parte, como invitada, de un grupo naval de combate norteamericano, comandado por el portaviones Abraham Lincoln, con el que maniobraba (ensayaba y aprendía) en las complicadas artes de la guerra moderna. Su misión era esa: mejorar en coordinación, probar equipos y tomar nota. Pero en el tránsito, entre placentero y de maniobras, se cruzó la orden de Washington de que enfilaran tout suite hacia el Estrecho de Ormuz, cagar armamento y esperar órdenes.

Madrid entendió que ese gajo lustroso de nuestra Armada no faenaba en ese grupo de combate con finalidad hostil hacia nadie y ordenó que se descolgara de la flota, pues emprendía una nueva misión. Y ocurre que esta determinación del Gobierno español mosleta (la derecha española proamericana dice que desaira) al Pentágono y al inquilino de la Casa Blanca que, dicho sea al paso, solo ha mostrado interés por el tema catalán y su capacidad para aumentar la discordia en Europa. Los socialistas, denuncian la derecha y sus medios, nunca han dejado de recelar de Norteamérica. ¡Cómo si defender la posición propia fuera ofensa!

Pero el episodio de la fragata no es más que una anécdota, eso si reveladora, del conflicto que Trump, sus delirios y el «Estados Unidos primero», procuran al mundo. Por primera vez en el último siglo, USA se muestra claramente agresiva con Europa a la que quiere domeñar y no duda en agredir; China sale de sus confines orientales (que siempre fueron sus fronteras) y desborda el Indico y el Pacifico para vender al mundo de todo; Rusia despierta, y la erosión europea comienza a ser tan evidente que el europeo asustado (desigualdad, paro y autoritarismo crecientes) busca refugio en sus historias nacionales idealizadas y siempre falseadas, o no asumidas en su auténtica verdad.

Porque como la historia no termina nunca, o concluye en algo peor que es la leyenda, ocurre que de nuevo los radicales despiertan poniendo como remedio salvador a los grandes fantasmas de ayer. En España el paseo de la momia de Franco quiere recuperar a «una España de orden y decente»; Francia revive sus pesadillas argelinas, y aun cree que París es la capital del mundo; Polonia decreta que ningún polaco intervino en el holocausto judío y en Alemania reaparecen los que se creen herederos de los Nibelungos y los grandes caballeros teutónicos. Del Reino Unido, poco que decir: fueron los primeros a los que el miedo (y la creencia de que aun son un Imperio y por tanto especiales y autosuficientes) los llevó a la locura del brexit.

Cuando decidimos parecernos a lo que fuimos, nos colocamos la peor de nuestras máscaras. El nacionalismo tiene esa característica: deforma la historia hasta que la patria (si es que existió su patria) parezca que tuvo un tiempo de esplendor al que hay que volver. Y los protagonistas de aquellas hazañas casi siempre son hombres con casco y espada.

Hay que le ver lo que puede estirarse en un momento la historia tras la decisión de interrumpir el rumbo de una fragata de guerra. La Méndez Núñez, sin ella pretenderlo, se erige en símbolo del Occidente que se divide por la determinación unilateralista de Trump: quiere continuar dirigiendo al mundo a su antojo atendiendo solo a su interés y sin contraprestación alguna.

Cuando tomó posesión se decía que las instituciones norteamericanas, tan sólidas, contenderían el huracán naranja. No obstante, dos años largos después parece que tienen notables dificultades para detenerlo. En tiempos como los que vivimos cobran especial relevancia libros de memorias cono El mundo de ayer de Stefan Zweig. El gran escritor austriaco escribe que los primeros años de Hitler en el poder tranquilizada a las naciones inquietas por «los episodios que le contaban de Alemania», con las palabras que sus dirigentes querían oír. Hoy Trump, muy al contrario, se esmera para que su voz sea incluso más fiera que sus acciones. Trump es la destrucción proclamada y, de momento, ni sus compatriotas ni el resto del mundo logra callarlo. Y Europa continúa manchándose de pasado, de su peor pasado.

* Periodista