En la sesión parlamentaria que aprobó la última prórroga del estado de alarma, que nos ha convertido en una especie de cartujos seglares, momentos antes de iniciarse el rifirrafe habitual, mientras los escasos diputados que no votarían telemáticamente, iban ocupando los escaños, luciendo las mascarillas que ocultaban gran parte de sus rostros de hormigón armado, la periodista de TVE que cubría el acontecer, adelantó, con pelos y señales, el resultado de la votación que tendría lugar a media tarde.

Cualquier persona mínimamente razonable que presenció el debate -es un decir- de lo que ya estaba convenido y bien convenido, al ver cómo planeaban los insultos y las descalificaciones y los cinismos más flagrantes por el hemiciclo donde radica la democrática soberanía popular, debió creer que la sesión se había convocado con el exclusivo objeto de dilucidar quién pronunciaba los más contundentes rapapolvos; no pudiendo, en consecuencia, desechar la idea de que estamos en manos de individuos maliciosos que utilizan la tragedia del coronavirus para tirar la primera piedra sobre el adversario, convertido en enemigo, sin estar libres de la propia culpa y, consiguientemente, olvidando el consejo evangélico que recomienda, a los también pecadores, no efectuar la lapidación.

Lo tan cierto como irrefutable es que resulta anormal tener que remunerar a quienes no pasan de ser malos actores de un espectáculo en el que concurren marionetas, títeres, camorristas, fantoches, peleles y monigotes pendencieros que, en muchos pasajes, incluso superan la teatralidad de una representación de guiñol con cachiporra. Qué pena, penita, pena ser figurantes de tan tristísima, como irrisoria, función escénica. (A ratos, intuimos que si vivieran Berlanga y Azcona, supremos críticos cinematográficos de la realidad española, estarían filmando una película parlamentaria con el título de estas líneas).

Igualmente, dichas exhibiciones, para más inri, se asemejan bastante al teatro del absurdo que promovieron Jardiel Poncela e Ionesco pues, en estos momentos, sabiendo de qué va la película, las maniobras reaccionarias para derribar a la «anti España», sin acudir a las urnas -práctica no abandonada desde 1812-, están pasadas de rosca porque, ahora, pertenecemos a la Unión Europea; tenemos unas fuerzas armadas cuyos mandos saben inglés y están muy valorados por la OTAN; el analfabetismo primario se halla desterrado; y hay implantados más de 28 mil centros docentes no universitarios y 82 universidades, sumando las públicas con las privadas.

Por todo ello, aunque el ejecutivo -intachablemente legitimo-, antes de que cante el gallo, desdiga lo que acababa de afirmar, o parezca algo desnortado, los lógicamente descontentos, deberían emplear sus energías realizando una oposición firme, pero con alternativas limpias y acciones colaboradoras que vayan más allá del quítate tú para que me ponga yo, pues soy el más listo de la clase. Y, sobre todo, sin insultos y extirpando actitudes teatrales que oscilan entre la hipocresía del fariseo y la desfachatez del caradura.

* Escritor