El viernes, 23 de noviembre, llovió. Los días anteriores se esperaba algo, pero solo fueron leves chirimiris, quizá algún aguacero acotado. Ni siquiera llegó al orvallo, que por lo menos empapa. Pero ese viernes cayó en Córdoba un agua generosa y sin violencia que todo el mundo recuerda, pues hubo que desempolvar los paraguas, se formaron charcos -¡charcos!- y al día siguiente, bajo un sol luminoso, la tierra empapó el regalo y hasta brotaron las setas. Ayer, día 1 de diciembre, volvió el agua a caer despaciosa y continua. No a gusto de todos, pues los olivareros, resignados ya a una cosecha reducida, han empezado recolecciones tempranas o pensaban hacerlo estos días. Aun así, el agua, tan necesaria, no admite discusión de nadie, y hasta los eventualmente perjudicados saben que ya vendrá el premio más adelante.

Qué poco ha llovido. Hasta ahora no se mueven las escorrentías, apenas se agitan los fondos de los arroyos secos, y los pantanos siguen clamando en su semivacío. Pero la lluvia de ayer, ese cielo oscuro y protector, parecía un intermedio, una pequeña tregua en el creciente miedo a la Andalucía desértica que los estudios pronostican, y una bienvenida favorable a la Cumbre del Clima que acaba de comenzar hoy en Madrid y en la que tan pocas esperanzas están puestas.