Hoy me crucé con una niña que estaba aprendiendo a montar en bici, su madre la sujetaba con firmeza y ella iba despreocupada, segura, feliz... Pensé en mi madre y en cuando me enseñó a montar en bici. Cuando me soltó me caí, pero me dió la confianza suficiente no para no volver a caerme, sino para seguir levantándome. Me recuerdo en su pequeña cocina, que en aquellos momentos me parecía enorme, ella en una punta y yo en otra, echaba a correr y ella me esperaba con sus brazos abiertos y me elevaba hacia el techo mientras me preguntaba que cuánto la quería: «¡De aquí a la luna!», me gustaba decirle siempre, nunca le pregunté si eso era mucho o poco, pero estoy segura de que ella me quería aún más lejos. Mi madre trabajó siempre demasiado, para que nunca nos faltase de nada y a pesar de las horas que pasaba fuera de casa, jamás llegó tarde a nada, nunca le dije que ya teníamos de todo.... Ella y mi padre lo eran todo. Mi madre me ha dejado la mejor herencia, la de los buenos recuerdos, la del olor a mar en verano, la de los bocadillos en la calle, la de los domingos en el campo, mi madre me ofreció el mayor tesoro que se le puede dar a un niño, una bonita infancia, me dejó ser niña, y después me aguantó como adolescente, no fue fácil, estoy segura, no fui fácil. El mejor homenaje que puedo hacerle es parecerme a ella, y me parezco tanto... Hasta en aquello que un día juré no hacerlo. No sé cuánto tiempo hace que no le digo que la quiero hasta la luna, tengo que decírselo más a menudo, aunque intento siempre que lo sepa, quizás no sea suficiente, nada es suficiente para compensar lo que una madre hace por nosotros.

Te quiero hasta la luna, mamá.