De forma más habitual de lo deseado nos asaltan noticias perturbadoras sobre episodios de acoso escolar que, en su dimensión más extrema, acaban hasta con el suidicio de la víctima, siempre un menor con su autoestima aniquiladapor el constantes hostigamiento de compañeros de escuela. Saltan entonces todas las alarmas y se denuncia la ineficacia de los protocolos que deberían haber evitado la tragedia. Pero enseguida, acallada la inicial indignación, el fenómeno sigue bien vivo no solo en las aulas, sino a través de las redes sociales que permiten el ciberacoso a la víctima incluso cuando sus padres deciden cambiar de centro escolar, impidiendo el comienzo de una nueva vida tranquila que permita dejar atrás el conflicto. La crueldad infantil que los especialistas describen como propia de la entrada en la pubertad no puede servir para relativizar el problema y desistir en la búsqueda de remedios eficaces. Es habitual apuntar hacia la escuela, y más concretamente hacia el estamento docente, al buscar la responsabilidad del bullying cuando en realidad se trata de una cuestión mucho más global que hinca sus raíces en unos códigos sociales que otorgan poder a quienes, quizá ya desde la escuela, destacan en el grupo por la fuerza y la violencia con que se desenvuelven. El prestigio del líder, figura que muchas veces oculta también a adolescentes con problemas.

El perfil de las víctimas del acoso escolar ha sido ya bien definida: niños con personalidad débil e insegura con baja estima hacia sí mismos --o chavales que no han tenido problemas hasta que pierden toda confianza en sí mismos tras ser sometidos al insulto y a la risa colectiva-- que desemboca en fracaso o dificultades escolares, niveles altos de ansiedad y en una fobia absoluta al colegio. Cualquier característica física (llevar gafas, sobrepeso, color de pelo) o educativa (sacar buenas notas) les convierte en diferentes al resto del grupo y víctimas propiciatorias del acosador que encuentra en ellos la presa fácil para sus desviadas ansias de reconocimiento entre los compañeros. Y luego está el grupo que secunda al agresor o calla por miedo a ser la próxima víctima. Por eso es importante difundir estas situaciones y reforzar la solidaridad entre los chicos.

Al abordar este asunto normalmente se centra el esfuerzo solo en la familia de las víctimas, cuando la llamada de atención debería ir hacia el entorno familiar del acosador, que es clave para reconducir conductas. Los agresores muchas veces son chicos con problemas de afectividad en sus familias y buscan un refuerzo con conductas que les hacen sentir líderes. Los padres y personas cercanas al acosador deben saber captar en los comportamientos de sus hijos si estos pueden actuar en la escuela con la misma tiranía que lo hacen en el hogar. Delegar toda la responsabilidad del problema en la escuela no es la vía adecuada para afrontar un problema que debe interpelar y avergonzar a toda la sociedad.