Estamos muy cansados. A estas alturas de año, de curso y de pandemia, se percibe un cierto agotamiento en los proyectos, una tremenda pesadumbre en las expectativas. La aflicción y la fatiga se palpan en todos los ambientes de nuestra sociedad, ya sean económicos, sociales o políticos. Nos sentimos testigos de un naufragio colectivo. Nos ahoga lentamente esta falta permanente de abrazos, de encuentros, de rostros libres. Llevamos demasiados meses ayunos de sonrisas y cercanía, de verdades, de promesas cumplidas. Todo se vuelve gris, lejano y extraño. A todos, de una u otra manera, nos llegan los ecos de tantos pesares, la sombra alargada de esta maldita pandemia.

Queremos que todo fuera como un sueño profundo, un paréntesis para recuperar unas vidas que realmente no volverán nunca a ser como antes. Pese a banalizar una muerte que contabilizamos a diario camuflada en las estadísticas cotidianas, pese a habernos tragado sin pestañear restricciones de derechos otrora impensables. Han aumentado los suicidios, han subido los tratamientos depresivos, se ha multiplicado la venta de ansiolíticos, los divorcios acreditan las dificultades de una convivencia en tiempos de crisis, se han perdido miles de trabajos, hemos cuestionado todo aquello que nos daba seguridad y creíamos inmutable. Necesitamos cambiar de forma urgente. Salir de esta tormenta, de este agujero negro que nos arrastra sin remedio ni mesura.

En este contexto llega la primera Navidad de los años veinte, con sus llamadas a compartir ante las colas del banco de alimentos, con su recuerdos a tradiciones y su sabor a polvorón y mazapán, con sus mascarillas, toque de queda y confinamiento. Desde hace siglos, la llegada de la Navidad ha sido el alto el fuego en las guerras más atroces, el encuentro de adversarios siempre encontrados, la tregua en la dura batalla de la existencia. Hoy, hay hambruna de esperanza en el mundo. ¿Quién nos vacunará de su ausencia? Quizás toleramos mentiras e infamias porque, en el fondo, no tenemos esperanza en que las cosas cambien y mejoren. Porque de alguna manera hemos tirado la toalla y nos da todo igual. No pensemos como Nietzsche, para quien la esperanza es el peor de los males que prolonga el tormento del hombre. La esperanza no es optimismo ni buenismo, sino la certeza de que todo tiene sentido.

Hoy es el día de la esperanza. En qué o en quienes se preguntarán. En la Buena Noticia de la Humanidad. En la bondad del ser humano que ha vencido las mayores adversidades a lo largo de la Historia. En la capacidad de resilencia que todos llevamos dentro y nos hace superar los momentos más difíciles. Especialmente esta Navidad, en la que nos sentimos más frágiles y vulnerables que nunca, nuestra esperanza no nace de un laboratorio ni de una fórmula. No nos equivoquemos otra vez. La Navidad no viene envuelta en presupuestos generales ni en promesas de ayudas coyunturales de líderes oportunistas. La esperanza llega vestida de ojos grandes e inocentes, con la sonrisa fresca y limpia de un niño, con el run run de un villancico lejano que nos habla de noches de paz y de amor. La esperanza llega, como escribe Fernández Moratiel, si crees en el poder de una mano tendida y que una sonrisa es más fuerte que las armas. Si crees que lo que aúna a los hombres es más fuerte que lo que los separa. Si crees que ser diferente es una riqueza y no un peligro. Si sabes mirar a los otros con un poco de amor. Si prefieres la esperanza a la sospecha. Si estimas que debes dar el primer paso para acercarte al otro. Si puedes alegrarte de la alegría de tu vecino. Si la mirada de un niño puede, todavía desarmar tu corazón. Si la injusticia que padecen los otros te duele tanto como la que tú sufres. Si sabes dar gratuitamente un poco de tu tiempo y de tu amor. Si crees que el perdón va más allá de la venganza. Si puedes escuchar la desdicha que te hace perder tu tiempo y permanecer con la sonrisa en los labios. Si sabes aceptar la crítica sin defenderte. Si crees que los demás te pueden ayudar a cambiar. Esperanza es la buena noticia, el rumor de lo nuevo y el ahora, dejarse convocar por la vida. La esperanza, es inherente a la existencia. No la perdamos.

* Abogado y mediador