En la línea de tantos otros que a través de los más variados medios ponen su pensamiento a diario al servicio de la sociedad, quiero trasladarles hoy algunas cuitas personales que, como decía nuestra Santa nacional, me tienen desde hace varios siglos (no, no es un error tipográfico...) viviendo sin vivir en mí. Y es que, por más que pueda llegar a perfilarlas histórica o culturalmente, en el fondo no acabo de entender las razones que condicionan el carácter de los españoles hasta hacer de nosotros un pueblo que milita frente al resto del mundo en la diferencia activa, orgullosa, consciente y no siempre edificante. Somos gente que, dotada de gran capacidad histriónica, gusto innegable por la vida y predisposición al sufrimiento tatuada en las venas por una educación de intensa tradición mortificante, hacemos de todo una fiesta o el mayor de los dramas; que, fieles a nuestro marchamo mediterráneo, no desaprovechamos ocasión para echarnos a la calle y convertir en jarana hasta el más desgarrador de los entierros; que identificamos con el súmmum de la felicidad cualquier eventualidad que nos permita ponernos de comer y beber hasta caer malos; que montamos un circo a nada que nos dejen un traje de domador y un látigo; que nos dejamos manipular por voceros, sectarios y medios de comunicación hasta el punto de perder el yo por el camino y pasar, ilusoriamente, al nosotros, gregarios y alienados cual ovejas; que preferimos fútbol, concursos de televisión, programas de cotilleos o el último reality a cualquier manifestación de cultura; que hemos olvidado la lectura --y de paso nuestra capacidad para el pensamiento abstracto-- en beneficio de móviles, tablets y videojuegos; que somos capaces de armar una revolución si un maestro o un profesor reprende a nuestros hijos, pero aceptamos sin rechistar que nos trajinen y nos anulen a diario, vigilados veinticuatro horas --no sólo metafóricamente-- como si viviéramos en un orwelliano1984; que hablamos mucho y pensamos poco; que encontramos siempre una excusa para anteponer ocio y disfraz a uniforme y trabajo; que amamos y odiamos con idéntica fruición, capaces de alimentar durante generaciones el encono y los rencores, o de cambiar de uno a otro estado sin siquiera despeinarnos; que pretendemos huir de convencionalismos y terminamos sin quererlo protagonistas de un permanente, valleinclaniano y esperpéntico sainete... Amplio repertorio de virtudes este que no solo no nos preocupan, sino que llevamos a gala como quien luce la marca más cotizada de ropa, de bolso o de zapatos, aunque a veces nos cueste disimular que son de mercadillo.

Obviamente, es fácil comprender que como tantas otras veces generalizo, por lo que muchos lectores se resistirán a verse reflejados en mi retrato, pero estarán conmigo en que resulta harto complicado no sentirse aludido por alguno de los matices antes expresados; y eso que me he limitado a solo una breve relación de ellos tomada casi al azar. Vivimos tiempos revueltos; cuesta aguantar las náuseas ante la degradación moral que afecta a todos los aspectos de la vida. Los españoles damos casi por aceptado que nuestros representantes políticos nos manipulen y roben impunemente (con una gran dosis de resignación y muchos siglos de atropellos a las espaldas lo consideramos hasta cierto punto parte del orden natural de las cosas), pero que se postulen además para tan alta función asesinos, terroristas o abusadores de niños, por rehabilitados que estén, parece transgredir los límites, si tenemos en cuenta el componente de honradez, ejemplaridad y virtud pública y privada que debería caracterizar a todo aquél que se dedique a la cosa pública. «La casa debe realzar la dignidad de su dueño, pero ésta no ha de basarse solo en la casa. No es la casa la que debe honrar al dueño, sino el dueño a la casa», decía con su sabiduría proverbial el gran Cicerón en sus De Officiis (1, 39, 139). Acepto que a estas alturas del siglo XXI el honor le parezca a la mayoría una pesadísima carga --eso, en el supuesto de que sepan lo que significa e implica dicha palabra--, pero no existe mayor patrimonio para un país que la vocación de servicio público, la integridad moral y la nobleza de carácter de quienes lo representan ante los ciudadanos y el mundo; y como también señalaba nuestro paisano Lucio Annaeo Séneca (Epístolas 44, 5) recordando la costumbre romana de exponer en los atrios de las casas los bustos de los antepasados como símbolo de legitimación y de prosapia, «un atrio lleno de bustos ennegrecidos no hace noble a un hombre». Ni a una mujer, añadiría yo. Cuando un país corre el riesgo de perder sus valores, pone en peligro su propio anclaje en la historia. Por más que gobiernen el mundo, infamia, indignidad y dinero no deberían nunca ganar la batalla a decencia, rectitud y decoro.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba