Cada vez que un amigo, conocido o compañero me recomienda un libro muy bueno que ha escrito a su vez un amigo de este, vecino o pariente, siempre le hago la siguiente pregunta: ¿y lo has leído? Hasta la presente, nadie de tantos como se me han ofrecido para la lectura y su posterior tratamiento me respondió afirmativamente. Aunque parezca que exagero, no es así. Llevo años tratando y hablando de libros en radio y televisión y he recibido muchas propuestas; pues bien, las que han venido por la vía del parentesco, la proximidad y el atrevimiento de quien a penas te conoce siempre ha sido de esta guisa: nadie lee nada, ni siquiera a sus amigos y deudos. Claro que para esos descubridores de talentos tengo un repelente infalible. Les digo, pues léelo tú, que yo ando muy liado, y luego me dices con más conocimiento cuál es su mérito. Y así me quito de encima a estos benefactores de escritores noveles a costa de que un servidor se deje las horas y las pestañas en libros ilegibles que no me interesan. Después de esta propuesta, no recuerdo que ninguno me haya venido con la lección aprendida, o leída. Aquí nadie lee nada, ni por compromiso. En cierta ocasión, le pregunté a Eduardo Mendoza por qué creía él que se leía tan poco en nuestro país. A mi rotunda afirmación, el hoy Premio Cervantes me respondió con socarronería y cierta base estadística que en España se leía tan poco porque todo el mundo estaba muy ocupado en escribir más que en leer. El año pasado se publicaron en nuestro país más de 83.000 nuevos títulos, según el informe del gremio de editores dado a conocer recientemente en Liber 2017. Me acordaba de Mendoza el otro día, cuando una mujer me paró en la calle y me preguntó si me gustaba leer novelas. A lo que respondí que sí, preferiblemente si eran buenas. Fue entonces cuando descubrió un hatillo multicolor donde agavillaba media docena de libros propios y de un grupo de escribientes que se autoeditaban y vendían sus libros a puerta fría, o sea, entrándole al transeúnte como cuando nos quieren vender algo que no necesitamos. Si esta buena mujer y otros tantos escribanos leyeran antes de ponerse a juntar letras sabrían que Larra ya dijo que escribir en España es llorar, a lo que Luis Cernuda añadió luego en su poema A Larra, con unas violetas «...escribir en España no es llorar, es morir». Después de mi encuentro con la mujer que iba vendiendo sus libros, y desde mi modesta condición de lector, añadiría al dicho de Larra y al verso cernudiano: escribir en España ya no es llorar, ni morir, es pedir.

* Periodista