Seguro que son numerosos los españoles que siguen con interés el decurso de los asuntos públicos, los que sienten sana envidia al ver cómo resuelve Alemania las grandes incidencias institucionales que le sobrevienen al paso de los acontecimiento políticos. Nos acaban de dar una nueva lección: Merkel, que podría haber gobernado en minoría, optó por negociar, y al cabo entregar ministerios clave a los socialdemócratas, en aras de una coalición política entre adversarios que dé fortaleza y certidumbre al primer país de Europa.

Justo lo contrario de lo que viene ocurriendo en España. Aquí, Rajoy se empecina en gobernar en minoría, salvo que el posible compañero de pacto trague con todo lo que los populares exijan. Prefieren la paralización del país antes de compartir el gobierno. El resultado no puede ser más penoso: España está políticamente bloqueada y gestionada a palos. Todo lo importante está paralizado; no se acomete reforma imprescindible alguna; no se llegan a acuerdos y así observamos, por ejemplo, cómo se desmorona nuestro sistema de pensiones, hasta ayer bien robusto, sin que nadie le ponga remedio, y agoniza la financiación autonómica llevando los grandes servicios públicos de sanidad y enseñanza a cotas de precariedad, deuda y desasestimiento enormes.

Así las cosas, con un presidente del Gobierno acantonado en La Moncloa y a bocados con los que le muerden el voto (y en general con todos), el momento político se reduce a un nuevo revival de acoso al bipartidismo debilitado pero aún no derrotado. Los triunfadores de Cataluña, Ciudadanos, creen que aquel éxito les abre las puertas de España, donde esperan crecer a lo grande sobre las ruinas del PP. De la misma manera, Podemos --un partido atrapado demasiado pronto por el tacticismo y los oportunismos-- atisba la oportunidad de recomponerse uniendo fuerzas con Ciudadanos («la cara B del PP», que dicen) en una de las escasísimas causas que les unen: la reforma de la legislación electoral. Quieren asegurarse un próximo triunfo cambiando las reglas del juego, no manifestando y demostrando la fuerza de sus líderes, la potencia de sus ideas y el atractivo de sus programas políticos.

Son incapaces de advertir las posibilidades que también para ellos guarda nuestro sistema D´Hont, un corpus técnico-electoral tan habilidoso que respeta la proporcionalidad, al tiempo que asegura la existencia de mayorías parlamentarias que den solidez a los gobiernos. Ha permitido gobernar a unos y otros, a todos, los partidos de derecha, izquierda, nacionalistas e independientes. Se empecinan en cambiar las normas electorales porque quizás han advertido, ¡y qué rápido!, que son incapaces de ganar ya unas elecciones de la manera clara y cierta como lo hicieron años atrás los tan baqueteados PP y PSOE.

A diferencia de Alemania, aquí nadie da valor al diálogo, aunque siempre se reclame de manera demagógica; nadie está dispuesto a ceder nada, a compartir el poder en favor del ciudadano que vota. El agotamiento de los partidos que han gobernado la transición es palmario, pero no son un erial, lo alarmante es que las jóvenes formaciones políticas estén obcecadas en alcanzar el gobierno del país despreciando el valor y la representación de los partidos que trajeron la democracia a España, como si ellos fueran la revolución democrática, social y ética que necesita el país. Parecen desconocer, los nuevos y los viejos también, que mientras entre todos mantienen el país varado desde el otoño de 2015, son los grandes fondos de inversión (mercados), las tecnológicas y el nuevo capitalismo desbridado quienes nos llevan en volandas.

* Periodista