Hay espacios a los que no se accede si no es desde cierta acracia y libertad de pensamiento... para poder entender, sin las ataduras políticamente correctas, que el Polígono Guadalquivir puede sentarse en el Círculo de la Amistad y que una fiambrera --el símbolo del proleta albañil almorzando a pie de obra, ahora tupperwares en versión plástico-- se convierta en una insignia de distinción cultural muy preciada; o que un paria de la diáspora del cinturón industrial de Cataluña, emigrante de Montemayor y perito en absurdos y surrealismos de la vida convertidos en literatura diferente, retorne a los Olivos Borrachos y monte un diván imaginario en el que psicoanalizar, cuando se llevaba, a los poderes de la sociedad cordobesa, que tanto se deja querer. Su incómoda posición le granjeó antipatías públicas, que el poder ocultaba con la mano --como ahora lo hacen los entrenadores cuando los enfoca la tele--, y, al mismo tiempo, simpatías y adhesiones de quienes piensan que el establishment es como Bankia, las jubilaciones de oro de Cajasur o el descrédito de los fines de semana caribeños de la Justicia como institución. Tras su leyenda de octavillas y publicaciones a multicopista con la firma de Papi y Cahue en la transición, Antonio Perea agitó lo mismo una manifestación de vecinos en el reciente Polígono Guadalquivir, en lucha por sus derechos, que ese élan cultural dormido que tenían sus más allegados, entre los que predominaba la clase humilde. Ayer, en Bodegas Campos, que ha convertido en territorio mítico, recibió un homenaje como expresidente del Ateneo de Córdoba. Flamencos, culturetas, librepensadores, artistas, el alcalde, empresarios y el Círculo de la Amistad aplaudieron la singularidad de Cahue, mezcla inusual de acracia, absurdo y surrealismo.