Hace cuatro años llamaron a Manuela desde el cielo, pero se entretuvo en el camino. En los albores del verano, tras un inexplicado accidente de tráfico, sus sueños quedaron arrumbados para siempre en la rebotica de la nueva oficina de farmacia. Desde entonces, a su alrededor la vida ha ido cambiando, mientras la suya permanece igual. Anda sumida en profundas tinieblas que nadie puede despejar.

La muerte de una enferma de esclerosis múltiple auxiliada por su esposo, y el reciente suicidio de una joven holandesa aduciendo graves problemas psicológicos, ha vuelto a reabrir el siempre arduo debate sobre la eutanasia. Más allá de la innegable carga ideológica que caracteriza cualquier opinión al respecto, la terrible angustia que lleva a adoptar la letal decisión siempre debiera movernos a la compasión hacia quien ha perdido hasta el natural instinto de supervivencia. Pero este sentimiento no avala que permanezcamos impasibles ante la capciosa estrategia de la progresía mediáticamente imperante, que justifica sus postulados eutanásicos amparándose en una particular idea acerca de la dignidad de la persona. Así, al referirse a un enfermo terminal, oímos decir que tiene una vida indigna y que ya no es una persona, ofensivas afirmaciones en las que subyace el interesado desconocimiento de que la dignidad no es consustancial a la salud física o psíquica del sujeto, sino inherente a su condición humana. Con una sutil inspiración hedonista, las distintas leyes autonómicas en vigor -y el proyecto legislativo con el que amenaza el gobierno- identifican una muerte digna con la ausencia de padecimiento, en un perverso argumentario que pareciera querer desterrar a la humillación a quienes, por convicción, conceden valor a su sufrimiento. El desvelo del legislador le lleva a destinar una ingente cantidad de recursos humanos y económicos para coadyuvar a la muerte del enfermo, mientras quienes, a contracorriente, optan por la vida se ven obligados a hipotecar su existencia y sus bienes ante la orfandad asistencial a la que los poderes públicos les someten.

Ahora que arrinconamos a los mayores; que en nuestra provincia hay censados más del doble de mascotas que niños; y que la constatación científica de la pérdida de las más elementales aptitudes humanas se convierte en carta de naturaleza para ser suicidados, produce rubor la vanagloria del político que se dice feliz por vivir en la sociedad del bienestar.

Desde una simplista percepción sensorial de la subsistencia, es humanamente comprensible cuestionar el sentido de la vida de Manuela, pero Blanca, Carmen, Marta o Fátima, al contemplar cada día esos ojos que miran sin ver, comprueban que su inerte presencia no ha rozado un ápice su incólume dignidad.

Hace cuatro años la llamaron desde el cielo, pero Manuela se entretuvo en el camino. Quizá ya sabía que allí tenía su sitio guardado.

* Abogado