Aparece la muerte con su lento desgarro, con su punzada de anticipación. Entre todos los magmas cotidianos, con su desgaste áspero en la piel, entre todos los pactos y las alianzas y el chalaneo de los ayuntamientos, las concejalías y todas las demás poltronas aledañas, entre los drones estadounidenses, sus derribos, la melancolía del Maine y de Vietnam y los deseos de empezar una nueva guerra contra Irán, mueren dos poetas amigos. Esto es la vida: la minucia rotunda del subtítulo al pie del titular. Mueren dos poetas muy distintos en escuelas, formación y cuerpo de sus obras, pero con un aire común en la cordialidad, en esa actitud amplia del saludo que abraza no solo al amigo, sino a la cofradía de almas errantes y caras conocidas que una vez decidimos entregarnos a esta vocación de fuego, pero también de oscuridad y de bruma, de pérdida de voces en la niebla o recuperación de los rostros dormidos, de escribir un poema. Supongo que ir cumpliendo años es, en parte, ir tachando nombres en silencio -no los tachas nunca, y ahí se quedan, como el recuerdo de lo que pudo ser, o lo que podría seguir siendo-; pero estos años últimos han sido especialmente duros, entre otras cosas, por la muerte áspera de amigos demasiado jóvenes: Eduardo García, Adolfo Cueto, José Ignacio Montoto. No hablo de sus obras, varias y distintas en hondura y en tonalidades, sino de la circunstancia extraordinaria de unos fallecimientos demasiado tempranos, de esas llamadas telefónicas terribles que nos sacaron del sueño de vivir para lanzarnos la crudeza de nuestra realidad.

A ese rango pertenecería uno de los poetas que recordamos hoy: Antonio Cabrera. Tenía 61 años y era un tipo estupendo. Era tan estupendo que cuando la vida le lanzó su peor golpe, cuando le enseñó el rostro del horror que le tenía reservado, él respondió a la vida con su mejor gesto. Hace dos años había quedado para comer con unos amigos poetas en Serra, un pueblo de Valencia. Cuando habían terminado, en el rato de charla, uno de los hijos de sus amigos jugaba al fútbol y él se levantó para pasarle el balón. Tuvo la mala suerte de tropezar y de caer mal. No podía moverse y llamaron al Samur. La caída tonta, el tropezón, se había convertido en una lesión entre la tercera y la cuarta vértebra que era ya, aunque ninguno de ellos podía sospecharlo, la semilla de una tetraplejia. Sé por amigos comunes que estos dos años últimos siguió luchando por vivir. Y que había aprendido a manejar con la nariz un ordenador especial, para poder escribir. Ah, la escritura. En los peores horrores, en la peor soledad, uno todavía siente que está vivo y que tiene un lugar que poder ocupar si todavía es capaz de escribir un poema. Antonio los había escrito y muy buenos. Lo conocí siendo yo becario de la Residencia de Estudiantes. Antonio acababa de ganar el Loewe con En la estación perpetua. Ya era una poesía profunda desde su sencillez, mineral y rocosa, pero también profundamente humana, con el aire del agua reflexiva, con ese devenir de tiempo en la mirada que he vuelto a descubrir en sus fotografías finales. La última vez que lo vi fue en Valencia, tras un recital mío, con esos mismos poetas amigos. Fue una noche fantástica, de esas que con veinte te parecen una promesa de lo que vendrá y con cuarenta ya sabes que son únicas.

La muerte de José de Miguel, en cambio, no podía sorprendernos por su edad, como ocurrió con su -nuestro- querido Pablo García Baena; pero, como Pablo, uno siempre esperaba que fuera a estar ahí siempre, con su bonhomía convertida en soneto ritual de la mejor amistad. Era amigo de Cántico en la mejor versión de la palabra amigo. Fue muy leal con Pablo, con Ricardo, con todos. Y cuando algunos jóvenes fuimos publicando nuestros primeros libros, siempre tenía para ti una palabra amable. Representaba esa afabilidad sencilla de encontrarte con alguien y que sea un placer siempre. Eso tenía José, Pepe de Miguel. Yo sabía de él desde tiempo atrás porque su sobrina Alejandra era mi compañera en BUP: cuando nos encontrábamos, me daba noticias de ella. Había en Pepe siempre un cariño natural de vivir, una especie de ternura elegante que se sabía imponer, o eso parecía, a cualquier circunstancia. Me imagino que, como a Pablo, se le tuvo que hacer duro ir quedándose solo junto a tantos fantasmas, como último testigo de su escenario vacío. Aunque como Pablo, tuvo también lo único importante: una familia que lo acompañó y amó. Días tristes, compañeros, sí, pero con gratitud al recordaros.

* Escritor