Uno de los textos de mis primeros cursos de bachillerato, cuando tenía diez u once años, contenía un conocido poema y de acuerdo con una buena costumbre de entonces, sin que nadie nos obligara a ello, lo aprendí de memoria. Estos eran los primeros versos: «Se diga lo que se diga/ qué bonito es un entierro,/ con sus caballitos blancos/ y sus caballitos negros,/ con su cajita de pino/ y su muertecito dentro,/ con su cochero borracho/ y to el acompañamiento». No estoy seguro de que en aquel libro fuese correcta la atribución del autor, que es el periodista Mariano Povedano. Unos dos años antes habíamos sido espectadores televisivos, por primera vez, de unas ceremonias fúnebres de resonancia mundial, la del Papa Juan XXIII en junio de 1963, y la del presidente Kennedy, en noviembre del mismo año. Mis padres aún no habían comprado un televisor, pero los niños de mi calle íbamos a verlo al cercano Centro Filarmónico Egabrense.

Algunas personas dejan establecido en su testamento cómo debía ser su entierro. El médico Francisco Palop Segovia, oriundo de Jerez pero afincado en Montilla, vinculado a los orígenes del socialismo en aquella población, falleció en 1909, y había dejado consignado que se le hiciera un entierro civil y que su cadáver «sea conducido por los amigos en creencias del testador, y de no haber de estos número suficiente, y solo en este caso, se utilizará el coche fúnebre, pero cuidando suprimir en este, o sea, quitándole previamente, toda insignia de cristiano». Asimismo, establecía que «a los que se presten de sus amigos a llevar el cadáver se les entregue, como retribución de tal molestia, y en la clase de ropa por ellos a designar, la suma de diez pesetas a cada uno». También dentro de nuestra provincia, en 1938 falleció Carmen Giménez Flores, vizcondesa de Termens, quien un año antes había decidido que su entierro debía ser de primera categoría, así como que a su cuerpo lo siguieran «doscientos pobres de esta ciudad de Cabra, [...] y por los viejos del asilo de la misma ciudad, a cada uno de los cuales se le dará una peseta y una vela que deberán llevar encendida durante la ceremonia». En prevención de que pudiera fallecer fuera de Cabra (cosa que no ocurrió), expresaba el deseo de que «a la llegada del cuerpo a la ciudad, sea recibido por la banda municipal, y acompañado por el sacerdote, permanezca, si la ley lo permite, durante la última noche en su residencia». En ambos casos se cumplieron las citadas disposiciones testamentarias, que se corresponden con las características de quienes testaban.

Un entierro se puede analizar también desde el comportamiento de los asistentes. En 1946, en la revista del exilio español Las Españas, el profesor Isidoro Enríquez Calleja colaboró con un artículo sobre Emilia Pardo Bazán, dentro de la serie que esta publicación tenía con el título genérico de Figuras de España. Y allí escribe, tras recordar su fallecimiento en 1921: «Pudo todavía ver la Condesa, con un rictus de amargura en el rostro, cómo al entierro del autor de Los Episodios Nacionales -¡y en la capital de España!- asistía menos gente que al del torero Joselito». En 1920 murieron el escritor y el matador, el primero fue enterrado en Madrid y el segundo, en Sevilla, de ambos se ha cumplido el centenario el presente año. Quizás esa misma comparación se podría establecer entre hombres y mujeres de diferentes ámbitos, fallecidos recientemente, con lo sucedido en el entierro de Maradona la semana pasada, donde si hay una palabra que sirva para definirlo pienso que es desmesura, tanta como la exhibida por los medios de comunicación, sin que esto le reste ni un ápice a su gran talento futbolístico. Puedo entender el sentimiento de quienes lo conocieron y jugaron a su lado, pero todo lo demás me parece una exageración.

* Historiador