En los últimos tiempos se ha venido padeciendo en España y, al parecer, en toda la civilización occidental, un grave descenso de lo que conocíamos por cortesía, buenas formas, trato considerado, educado y correcto. Incluso estos mismos conceptos y sus significantes verbales (corrección, educación, buenas formas, cortesía...) han pasado a considerarse despreciables por obsoletos, antiguos y «casposos»... Y este fenómeno se justifica, sin apelación, invocando el nombre sobre-sacralizado de «democracia».

Creo necesario tener en cuenta que la política democrática, lo mismo que cualquier otro sistema político, no pertenece a lo substancial de la vida, sino a lo instrumental, a algo de las muchas cosas a las que necesitamos atender y perfeccionar para que nuestra vida sufra menos fracasos y logre más fácil y mayor expansión hacia el progreso personal y colectivo, y hacia el bienestar justamente compartido. La política, aunque sea en régimen democrático, no es lo más importante, ni lo más substancial. La vida personal y la convivencia con las otras personas tiene otros muchos espacios de cultivo, maduración y realización, aunque reciben recursos, vigilancia y seguridad gracias a las leyes que emanan de nuestro sistema político. Pero lo que realmente nos permite vivir y convivir se siembra y se cultiva con la educación familiar y escolar; se practica en la familia, en los talleres de trabajo, en las universidades, en las tiendas y los bares, en las organizaciones religiosas o en las ONG, en las clínicas, en los bufetes de los abogados, en las carreteras, en los mercados, en los parques, en los estadios deportivos, en los estudios de ingeniería...

Por lo que pienso y sugiero que es necesario «desacralizar» la palabra Democracia (aludí a que está sobre--sacralizada) y considerar que, no siendo más que la envoltura política de nuestro vivir cotidiano y de nuestra organización pública, sin embargo está suplantando la función de cultivo y orientación en todos aquellos espacios vitales más substanciales y profundos, y pervirtiendo aquellas costumbres, decisiones, incluso valores, que nos permiten vivir y convivir «con sentido». Incluso se llega a sentenciar, desde destacados representantes políticos, que «la democracia está por encima de las leyes», cuando según una elemental filosofía política, Democracia no es otra cosa sino un sistema de generar y elaborar leyes que nos rijan a todos y aseguren nuestra mejor convivencia; y de aplicarlas en beneficio igualitario de todos los ciudadanos.

Pero viene sucediendo que a la voz inapelable de «democracia», se ha desplegado en la consciencia colectiva --como emergentes de la barriga del caballo de Troya-- la simpatía hacia todo lo bajo y maleducado: la libertad de expresión está sirviendo de tapujo para justificar el falso testimonio, la grosería, la chabacanería, el insulto, las fake news, la chulería, la burla despiadada, el desprecio a los más sagrados valores conquistados y transmitidos por lo que hasta muy recientemente conocíamos por civilización, educación, modales y cultura. Hasta en la indumentaria parece valorarse como superior y deseable lo sucio sobre lo cuidado y limpio; lo roto y desgarrado sobre lo nuevo o zurcido... Y lo «decente» (quod decet, decían los clásicos latinos: lo que es oportuno según el lugar, el momento y las personas) parece haber perdido valor frente a la invasión de lo indecente, lo desagradable, lo insolente... y, alguna vez también, hasta lo soez y lo repugnante.

Es por esto que se llega muchas veces a tener la impresión de que la época en que la democracia despertaba sentimientos nobles, saludables, y de impulso ascendente, garantía del verdadero progreso, pertenece ya al pasado. Lo que hoy llamamos democracia más bien representa una degeneración de los corazones y, en consecuencia, de los valores elevados que pudieran sostener el edificio del progreso y de la civilización.

Ya por los años veinte del siglo pasado, el filósofo, profesor de la Universidad de Hamburgo, Ernst Cassirer, advertía en sus estudios de Idealismo crítico sobre los peligros a los que toda cultura moderna se expone: «Cada cultura es manifiestamente susceptible de regresión, cualquier avance en la evolución, es reversible». ¿Será éste el diagnóstico que hoy correspondería aplicar a nuestra degradada Democracia?

* Correspondiente de la Real Academia de Córdoba