Hoy celebramos la fiesta de Cristo Rey del universo, instaurada por Pío XI en 1925, con la que se cierra el año litúrgico de la Iglesia. En el evangelio que se proclama en nuestras Eucaristías, el Señor nos ofrece «las preguntas y las respuestas» del examen final de nuestra vida: «Venid, vosotros, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, poque tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, enfermo y en la cárcel... Y estuvisteis a mi lado, con alimentos, con agua fresca, con vestidos, con ayuda cercana y fraternal». Hay dos imágenes en España, en las que aparece un Cristo Rey sonriente, entrañable. La primera, en la capilla del castillo de Javier, que se eleva sobre la tierra de Navarra, hoy convertido en museo. A la derecha de la entrada, una verja custodia un Cristo crucificado del siglo XIII, una talla en madera de nogal, que mirado con atención y unción, parece sonreir desde la cruz. No se sabe si era intención del autor de la obra, pero efectivamente, Jesús, con los brazos abiertos clavados en la madera, parece abrazar con una leve sonrisa a los peregrinos que le visitan. Muchos no lo saben, pero la leyenda en torno a esta imagen se hace todavía más interesante cuando se conoce que la talla sudó sangre en el siglo XVI. Se dice que en 1552, la madera empezó a sangrar al mismo tiempo que san Francisco Javier moría en el otro lado del mundo, a las puertas de China, donde el patrono de los misioneros se dejó 46 años de su vida por los demás. Y nunca volvió. Su cuerpo incorrupto se venera ahora en Goa (India). El Cristo sonriente de Javier está rodeado por un impresionante conjunto de pinturas murales tardogóticas. En España, concretamente en el monasterio de Poblet, encontramos tambien la imagen de un Cristo Rey que sonríe. Se trata de un Cristo Pantocrátor, dentro de un marco cuadrilobulado, escoltado por dos ángeles ceroferarios y cuatro figuras bíblicas: Bartolomé, Pedro, Pablo y Juan. Lluis Solá, monje de Poblet, nos dice que «una de las características más sorprendentes es que las figuras sonríen, hecho notable, en la escultura cristiana medieval». En efecto, Cristo, sentado en un trono suntuoso, presenta un rostro bello y sereno, y los labios apuntan una sonrisa de paz. Con la mano derecha bendice y con la izquierda sostiene el Libro. «En su actual emplazamiento, nos dice tambien fray Lluis Solá, junto a la escalera del dormitorio, los monjes lo contemplamos cada vez que salimos del coro en dirección al claustro. Según la hora del día, la luz que entra por los ventanales del ábside lo hace resplandecer con prodigiosos destellos». Las dos imágenes de un Cristo Rey sonriente, nos vienen como anillo dedo para ilustrar esta fiesta que corona el año litúrgico y nos adentra en un «reinado de luz, de verdad, de amor, de justicia, de libertad y de paz». Cristo no luchó para crear un reino humano, sino para transformar, respetando la libertad, los corazones de aquellos que quisieron seguirle. Contemplar hoy a un Cristo Rey que sonríe, en plena pandemia, en una sociedad golpeada sin piedad en sus carnes y en su aliento, es, sin duda, una invitación urgente para abrirnos a la sonrisa de Dios. Necesitamos la sonrisa de Dios, su ternura, su compasión, su amistad, en estos días azarosos que vivimos. Necesitamos evocar al Jesús de las parábolas, al Jesús de los niños, al Jesús de la gente sencilla. Es el Señor, dueño de la historia, que bendice la realidad con su mirada, con su palabra, con su gesto. Jesús, la sonrisa del Padre, que se hace presente en nuestro mundo lleno de oscuridades y de tristeza.