Cualquier terreno es bueno para abonarse al club de los ofendiditos. Una campaña publicitaria de un gimnasio, los muñequitos de una caja de galletas o un comentario casual en una red social de las que están tan en boga. La generación milenial transfiere su enorme capacidad de sentirse molesta a todos los estratos sociales, generacionales o ideológicos. El español medio del año 2018 tiene una gran capacidad para sentirse ofendido, que por cierto es directamente proporcional a su poca disposición a mostrarse autocrítico. Hay que medir mucho lo que uno dice en Twitter, lo que comparte en Facebook e incluso lo que escribe en este artículo de opinión. No ofender a nadie se ha convertido en una máxima a perseguir, con una legión del club de los ofendiditos dispuesta a despotricar y hasta acabar con la carrera de un personaje público por lo que este opine de manera independiente.

Porque la libertad de expresión, garantizada por la Constitución Española en su artículo 20.1, cede cada vez más ante el derecho a sentirse molesto. Porque sí, se ha convertido en todo un derecho de tercera generación. Después de los derechos individuales y personales como el de expresión, opinión o propiedad privada; y de los derechos de segunda generación, como son los del acceso a una vivienda digna o a una pensión suficiente, ha llegado a nuestra cansada España el derecho de sentirse ofendido. De hecho se ha convertido en toda una moda que lastra nuestro pensamiento crítico y acaba con nuestra capacidad de raciocinio.

¿Qué importa que se presente una idea innovadora, un avance científico, un logro deportivo o una ley transformadora si no se hace en lenguaje inclusivo? Cada vez más nos importa menos el contenido, que cede en su relevancia ante el continente. Nos abonamos a un referente vacío, a signos que sean políticamente correctos aunque no contengan nada. Criticar por el mero hecho de criticar es el nuevo deporte nacional. Escribir un par de tuits cargando contra algún mensaje que hiera sentimientos propios o ajenos, sentarse al sofá y sentirse bien consigo mismo. Es preciso alejarse de esa senda, abrirse a los pensamientos ajenos, mostrarnos empáticos y ser responsables en nuestra vida social. Cuesta comprender que en una era en la que tenemos tantas herramientas a nuestra disposición las malgastemos así.

Nuestros padres y abuelos heredaron un país con enormes dificultades, trabajaron y no se sintieron ofendidos a diario. Nosotros hemos obtenido una España transformada, con muchos déficits, es cierto, pero de la que sentirnos orgullosos. Y hacemos un pobre uso de ella.