El convento de Santa Clara, de Belalcázar, fundado y ennoblecido por las familias Sotomayor y Zuñiga, es, sin duda, uno de los conjuntos arquitectónicos más sobresalientes de la provincia, y junto al castillo, aportan al pueblo más interés arquitectónico. Creado en 1476 por doña Elvira de Zúñiga como monasterio de varones, tras su muerte, en 1483, sus hijas Leonor e Isabel lo convirtieron en cenobio femenino. Representa uno de los principales conjuntos conventuales de la provincia de Córdoba y, por fortuna, ha llegado hasta el presente sin grandes transformaciones, conservando sus viejas edificaciones de gótico Reyes Católicos. El Convento, muy extenso, está constituido por numerosos patios y dependencias que dan lugar a una compleja organización. Arropada por esas construcciones se encuentra la Iglesia, de nave única con bóvedas de crucería y una estrella para el presbiterio donde figuran, aunque mutiladas, las estatuas de piedra de Cristo, la Magdalena y Santa Clara, obras notables de la escultura hispano-flamenca en Córdoba. No menos importante que la iglesia es el claustro, que luce dos pisos de galerías abiertas, el primero con arcos carpaneles y el segundo, adintelados sobre zapatas y con bellos pretiles de primorosas labores góticas. Estas galerías del claustro aún se cubren con artesonados planos, vistosos por sus excelentes lacerías y decoración pintada. El refectorio y la escalera poseen otros interesantes artesonados. En este bellísimo escenario, las Eucaristías, al amanecer, tienen un encanto especial. Vivimos como tres «amaneceres» cada mañana, en este monasterio: el «amanecer» de la Palabra de Dios; el «amanecer» de la presencia real de Cristo sobre el blanquísimo lino de los corporales; y el «amanecer» de la comunidad que se siente unida para toda la jornada. Al final de la misa, les dejo una breve «postal desde el altar». A una de ellas, le pusimos como título: «Partir, repartir, compartir». Solo se puede compartir si antes se ha repartido y, previamente, se ha partido. Les comentaba a las religiosas que en estas tres palabras, vivenciadas en el signo de la fracción del pan antes de comulgar, se nos ofrece la «auténtica solución» a los problemas de la humanidad. Si «partimos» con equidad, si «repartimos» con justicia y «compartimos» con fraternidad, quedarían solucionados, no solo los problemas sociales, sino todos los problemas en cuya solución interviene la libertad individual y colectiva. El verdadero problema del mundo es que no se reparte bien, porque el acaparamiento forma parte de los modelos consumistas más cotizados y usados. Si la Eucaristía es la fuente y la cima de la vida cristiana, tiene que llevarnos a descubrir su dimensión social, a partir de la cual, como dice el Papa Francisco, vivimos el Evangelio de la fraternidad y de la justicia. Compartir en comunidad el pan eucarístico, partido y repartido, es identificarnos con el mismo Jesús, que se nos revela en los más pobres y pequeños para que velemos por su dignidad humana y se acaben las desigualdades, ya que son la raíz de los males sociales, y decidirnos por una «cultura del encuentro». Preciosos «amaneceres» en el convento de las clarisas, entre el vuelo de los vencejos, la brisa suave de la mañana y un silencio monacal que eleva y sublima afanes y quehaceres. Aquí, cada jornada, se ofrece a la humanidad la verdadera solución: «Partir, repartir, compartir».

* Sacerdote y periodista