En 1976 en California declararon por vez primera la prohibición de fumar en los espacios públicos cerrados y, desde Manhattan a mi pueblo, hoy la ley se ha extendido con gran eficacia por medio mundo. Hasta el punto que en EEUU pasa una cosa muy curiosa: las agencias inmobiliarias interrogan a los vecinos de una casa en venta para conocer si sus habitantes son fumadores y, si lo son, devaluar el precio de la vivienda en cuestión. Como si el fumar dejara un virus en las paredes o en el aire. Esto obliga a los propietarios, dominados por el tabaquismo, a salir con el cigarrillo o la cachimba al parterre para que el vecindario vea que sí, que fuman, pero en la calle, haga frío, calor o diluvie.

Pero pasa también otra cosa que me tocó vivir cuando yo fumaba. Un día me encontraba en Springfield, localidad cercana a Filadelfia, fumando en una de las puertas de un centro comercial (mall, en ingles) más grande que un estadio de fútbol. Sobre mí había un letrero que prohibía la entrada a los portadores de animales domésticos, sustancias inflamables, armas de fuego... y fumadores. Yo fumaba aterido de frío y la gente me miraba con disgusto y daba un pequeño rodeo para entrar. Es como si yo apestara. Me sentía humillado y, en un arrebato de valor, me acerqué a uno de aquellos sujetos, que se echó para a tras como si yo lo encañonara con una pistola. "No tema. ¿Es por esto?", le dije mostrándole el cigarrillo. El hombre asintió con la cabeza tapándose la nariz. "Pues mire para allá, amigo, y contemple el puro del capitalista". El hombre miró y, lleno de incomprensión, desapareció en el mall balbuceando algo.

Springfield está en el llamado “triángulo cancerígeno” que forman New York, Pittsburgh y Filadelfia, de gran concentración industrial. Lo que yo le mostraba a aquel sujeto eran las enormes columnas de humo de dos chimeneas industriales que, a menos de 500 metros de donde nos encontrábamos, se elevaban hacía el cielo ennegreciéndolo y envenenándolo. Era una visión pavorosa.

No es que yo pretenda animar a fumar a nadie, ni en mi pueblo ni en Manhattan (de hecho, dejé de fumar aquel día), pero no sé cómo los Estados podrán actuar con la misma eficacia para preservar la salud de los ciudadanos como lo hacen con el tabaco y prohibir el “puro” del capitalista para evitar la destrucción del planeta Tierra. No sé cómo podrán cambiar el sistema de producción y consumo que es la esencia del problema. De hecho, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), pese a los acuerdos de Kioto o París, se ha incrementado la emisión de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera en cifras récord y no cree que se puedan alcanzar los objetivos de reducir el calentamiento global de seguir con las mismas políticas. Las consecuencias están en la conciencia de todos los terrícolaa, pero la solución no puede provenir de un Estado solo ni de la acción individual, por mucho que sutilmente nos carguen de responsabilidad ciudadana. Esperemos lo mejor de la Cumbre sobre el Clima en Madrid, pero este humo huele a apocalipsis o revolución.

* Comentarista político