Concluido el artículo precedente con la mención de la muy destacada participación catalana en la cúpula del poder político, será preciso insistir ahora, para invalidar el principal extremo de la tesis del gran hispanista J. H. Elliot acerca de la desafección catalana del resto de España, en que el protagonismo de las elites del Principado en la cumbre del poder estatal se descubre muy descollante en las dos etapas republicanas, con nombres numerosos, valiosos y de ascendiente decisivo en la toma de posiciones frente a las cuestiones de mayor entidad. Y hasta una mujer, Federica Montseny (1905-1996), ministra de Sanidad y Consumo (1936-37), abriría las puertas del feminismo en un clima machista muy superior al de tiempos ulteriores, incluso en un movimiento como el anarquista más oreado por las brisas de aquel que cualquier otro de naturaleza proletaria. Manuel Azaña, catalanófilo hasta las horas finales de la Segunda República, mostró sin ambages una especial estima por el ministro de Hacienda de su primer gabinete, Jaume Carner Romeu (1867 -1934). Y no otra actitud se encuentra en D. Alejandro Lerroux (1864-1949), el antiguo «Emperador del Paralelo», respecto al antiguo alcalde de la ciudad condal y responsable de la cartera de la Guerra y Marina, respectivamente, en los dos ministerios presididos por él, el abogado cartagenero catalanizado Juan de la Rocha García (1877-1938). Como fue igualmente honda la afección manifestada por Cánovas (1828-97) y Francisco Silvela (1845-1905), durante la primera fase de la Monarquía de Sagunto, por el muy competente abogado barcelonés Durán i Bas (1823-1907), ministro de Gracia y Justicia entre marzo-octubre 1899, y personalidad clave en varios acontecimientos finiseculares de relieve.

Mayor resalte aún tuvo en la segunda dictadura militar del novecientos español la presencia catalana en los consejos de ministros de tan dilatada etapa. Desde los días de la formación del primer gobierno de Franco, con el barcelonés Fidel Dávila Arrredondo (1878-1962) al frente de la cartera de Defensa Nacional, hasta los del acreditado economista tarraconense y ministro sin Cartera (1957-65) Pedro Gual Villalbí (1885-1968), o del prestigioso diplomático ilerdense Pedro Cortina Mauri (1908-93), último titular de Asuntos Exteriores de la II Dictadura, todos los ministerios del franquismo contaron con uno o más de miembros nacidos en tierras catalanas, al estimarse indispensable la presencia de la región más avanzada material y socialmente del país en la cima del Estado.

Y algo, como coda, sumamente curioso y esclarecedor en la comparecencia al más alto nivel de las elites catalanas en las sumidades del poder político. Como acreditara el inolvidable maestro D. Jesús Pabón (1902-76) en un libro delicioso y en extremo instructivo, Días de ayer. Historias e Historiadores contemporáneos (Barcelona, 1963), las raíces «estorilenses» de la segunda Restauración poseyeron una financiación y un marchamo u orientación acusadamente catalanas. Tal y como analizara de modo insuperable el contemporaneísta sevillano, el papel protagonístico del conde de Fontanar --Francisco de Borja Carvajal i Xifré-- en la fase inicial del último tramo de la compleja y difícil operación que condujo al trono al príncipe D. Juan Carlos, se reveló, a todos los efectos, esencial. El muy influyente y caballeroso vicedirector de La Vanguardia, Santiago Nadal, ejerció de modo impecable los oficios de petición y trasmisión entre la elite empresarial catalana y Estoril. ¿Quién lo diría hoy, a la vista de la actitud reticentemente monárquica del gran periódico barcelonés? Pero entonces no fue así...

* Catedrático